anthony.miller
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Siempre me he preguntado por qué los futbolistas (hombres jóvenes, muchos solteros, la mayoría sin hijos) conducen coches tan desproporcionadamente grandes. La razón, en fin, de ese gigantismo automovilístico que les afecta hasta tal punto de que lo primero que muchos hacen cuando firman cada renovación es adquirir un vehículo más voluminoso que el anterior hasta terminar conduciendo un tanque. Era algo que no entendía, hasta que uno de ellos, un joven jugador de Primera me propuso la teoría, con sus palabras, no con esta expresión, de que lo del coche y los futbolistas es una especia de rito de paso. Explicó que cuando uno llega a un vestuario, o tiene un nuevo y más importante rol en la caseta, se siente obligado a cumplir una serie de tradiciones y de códigos en el proceso de mostrarse como parte del grupo y afianzar sus estatus. El automóvil enorme o extravagante y la ostentación del lujo serían parte de ese proceso. Si uno acude en bicicleta o con su viejo utilitario, no estaría sino mostrando una diferencia, desmarcándose del total, definiéndose en apariencias frente a los demás. El coche grande en el plantel del equipo de fútbol sería, pues, algo así como la corbata en el consejo de administración o el cigarro en los labios del adolescente rebelde: un símbolo de pertenencia a una comunidad, una manera de decir “eh, admitirme, que soy uno de vosotros”.
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