syble.corkery
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“Las tres. Alba a lomos de fuego. Pesadilla que sale del mar. Gallos metálicos. Humo. Hierro que prepara el festín del hierro poderoso. Y un amanecer que estalla en los sentidos antes de romper la aurora. Un fragor que me tira de la cama y me arroja a este estrecho pasillo”.
Esta descripción de un bombardeo en Beirut antes del amanecer, donde las explosiones sustituyen a los primeros rayos del sol, podría haberse escrito perfectamente el pasado lunes, cuando Israel comenzó una serie de ataques con misiles contra la capital de Líbano para responder a los ataques de Hezbolá, la primera ofensiva a gran escala en la urbe desde 2006, y que dio inicio el martes a una invasión del país por su vecino del sur. Pero se trata de palabras ya viejas, escritas por Mahmud Darwish (1941-2008) en un pequeño libro, Memoria para el olvido (1987), un poema en prosa con las reflexiones del poeta palestino que recogen sus vivencias a lo largo de un tórrido día de agosto de 1982, un agotador día de aquellos tres meses sin esperanza que pasó en la ciudad cuando Israel invadió Líbano para expulsar a las guerrillas de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), dirigidas por Yasir Arafat.
Llueve sobre mojado por tanto cuando los misiles explotan toda esta semana en las ruinas de un país que pasó, en apenas 80 años de historia oficial, de ser considerado casi un paraíso fiscal conocido como la Suiza de Oriente Próximo a escenario de cientos de episodios de sangre, fanatismo y escombros. Líbano, uno de los países más pequeños del mundo —del tamaño de Navarra—, y con una población de 5,5 millones de habitantes, ha sufrido en estas décadas una guerra civil, en 1958, entre musulmanes panarabistas impulsados por el egipcio Gamal Abdel Nasser y las fuerzas del Gobierno cristianas; el asesinato de un presidente, Bashir Pierre Gemayel, en 1982; otra guerra civil entre las comunidades cristiana y musulmana que arrasó el país entre 1975 y 1990 y originó más de 120.000 muertos y un éxodo de un millón de personas; la invasión de Israel de 1982, cuyo ejército ocupó la capital y permitió la entrada de fuerzas falangistas cristianas que masacraron los campos de refugiados palestinos, otra guerra de apenas 33 días entre Israel y Hezbolá en 2006… Muchas novelas, ensayos, poemas, cómics y películas han dado cuenta de todo ello para intentar explicar un país bello, el de las montañas cubiertas de majestuosos cedros, pero indescifrable.
Y, por supuesto, para conocer Líbano de hoy en día hay que hablar necesariamente de Hezbolá (literalmente “Partido de Dios”), poderosa formación política y facción armada al tiempo, creada en 1982 justo tras la expulsión de la OLP, y cuyas acciones violentas han dado excusa a Israel, un país que apenas las necesita, para abrir fuego. No en vano, la ofensiva israelí al norte de sus fronteras tiene el objetivo declarado de destruir a esta formación. En el libro Hezbolá. El laberinto de Oriente Medio, que saldrá a la venta el próximo día 14, el profesor de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM) Ignacio Gutiérrez de Terán describe tanto el grado de implantación en la sociedad libanesa de la institución —gracias a la creación de escuelas, hospitales, medios de comunicación, organizaciones benéficas y hasta como empleadora de cerca de 100.000 personas— como su músculo financiero, sustanciado mediante donaciones, el “quinto” (al-jums) o limosna preceptiva en el Islam, aportaciones de instituciones benéficas y, lo más importante, las contribuciones directas de Irán y Siria, sobre todo de la república islámica liderada por Alí Jamenei, que permiten mantener a la formación libanesa unos efectivos “de 100.000 hombres armados y un arsenal con al menos 150.000 misiles y cohetes”, aunque fuentes occidentales reducen el número de combatientes a la mitad.
En el texto de Gutiérrez de Terán —heredero de Hizbulah. El brazo armado de Dios (2006), de Javier Martín—, actualizado al límite a pesar de la precipitación de los acontecimientos, destacan tanto el capítulo dedicado a ese “Estado dentro del Estado”, hasta el punto de que llama al país con ironía “Hezbolistán”, como la semblanza que hace, antes de conocer su asesinato, del líder de la formación desde hacía 32 años, Hasan Nasralá (1960-2024), muerto en un ataque de Israel el pasado 27 de septiembre, figura a la que el experto ya veía difícil buscar un relevo. El secretario general del partido y líder militar de Hezbolá siempre defendió en su condición de ulema (estudioso del islam y la sharía) la necesidad del martirio frente al “ente” (al-Kiyan, término utilizado para eludir la palabra Israel).
Morir y matar. Dos verbos que se conjugan con frecuencia en el país. Abundante bibliografía hace un recorrido por las heridas recientes del Líbano. Lástima que no estén traducidos al castellano libros de referencia aún valiosos como Pity The Nation: Lebanon at War (Lamento por la Nación: El Líbano en Guerra, 1990, Oxford University Press), del corresponsal británico Robert Fisk, autor también del sí disponible en español La gran guerra por la civilización. La conquista de Oriente Próximo (2006); o Beirut (2010, University of California Press), el recorrido por la historia de la ciudad realizado por el historiador y periodista franco-libanés Samir Kassir, asesinado por un coche bomba en aquella capital en 2005.
Aunque para entender la difícil estructura del país actual bien vale el clásico El Líbano contemporáneo. Historia y sociedad (2006), del historiador y economista libanés nacido en Alejandría Georges Corm (1940-1924). Corm, que pensaba que el gran problema del mundo árabe era económico, más que cultural o religioso, también firmó una guía útil sobre la Historia de oriente Medio. De la antigüedad hasta nuestros días (2009).
En estos volúmenes se dan las claves para acercarse a un Estado de fronteras artificiales hechas a medida de los intereses occidentales. La historia del país es, lógicamente, la historia de la región hasta su independencia de Francia en 1943. Para profundizar en ese recorrido hay abundantes y apasionantes libros, como Los árabes. Tres milenios de historia de pueblos, tribus e imperios (2022), de Tim Mackintosh-Smith, un recorrido por las andanzas de un pueblo que nació como nómada y se expandió por Asia y el Mediterráneo durante siglos; o el volumen paralelo que escribió Eugene Rogan, Los árabes. Del imperio otomano a la actualidad (2018); o Entre la sharía y la yihad. Una historia intelectual del islamismo (2018), de la catedrática de Estudios Árabes e Islámicos de la UAM Luz Gómez, que desentraña la historia de las ideas y los conceptos del islamismo; o Los últimos días del Imperio otomano (2023), de Ryan Gingeras, una crónica del ocaso de un imperio que gobernó la región libanesa durante cuatro siglos (entre 1516 y 1918), hasta la partición del imperio tras la Primera Guerra Mundial. Así, el acuerdo Sykes-Picot entre Francia y Reino Unido en 1916, que traicionó el pacto hecho por T. E. Lawrence (sí, el famoso Lawrence de Arabia) con los árabes para constituir un gran Estado a cambio de su apoyo contra los otomanos, supuso un desmembramiento en el que los actuales Líbano, Siria y norte de Irak, grosso modo, recayeron bajo la influencia de Francia al tiempo que Palestina, Jordania y sur de Irak pasaban a dominio británico. Y mientras en la orilla mediterránea al norte de esas fronteras destaca la presencia histórica de comunidades cristianas, al sur el factor más decisivo es la creación de un Estado judío, incrustado en medio de países árabes, que se ha hecho hueco a base de ocupar el territorio en contra de las resoluciones de la ONU y de subyugar a los palestinos.
El 15 de mayo de 1948, un día después de que Israel declarara su independencia, arrancó una guerra contra una alianza de países árabes que se prolongó durante 20 meses y que el nuevo Estado aprovechó para invadir gran parte de Palestina, lo que produjo un éxodo masivo que desde entonces los palestinos conocen como la Nakba (la catástrofe), y que supuso el desplazamiento por la fuerza de entre 700.000 y 750.000 palestinos. Entre ellos el propio Darwish, considerado el poeta nacional palestino, nacido en 1941 en Al-Birwa, en Galilea, junto a Acre, durante el Mandato Británico de Palestina, y que llegó a Beirut a los seis años junto a miles de sus compatriotas. Un desgarro perfectamente reflejado en su poemario En presencia de la ausencia (2011) o en Menos rosas (1986). Y ahora se calcula que hay en torno a 450.000 palestinos en Líbano, lo que ha causado tensiones en las últimas décadas en un país con 18 grupos religiosos reconocidos oficialmente —cada uno con una legislación propia en materia de sucesiones, herencias, matrimonios, divorcios, custodia…— entre católicos, sobre todo maronitas (iglesia oriental vinculada al Vaticano con su propia liturgia), musulmanes (suníes y chiíes en casi igual proporción) y drusos, además de otras religiones minoritarias.
Un desgarro social que tuvo su punto culminante durante los 15 años que duró la guerra civil de 1975-1990, cuando un muro dividió la ciudad de norte a sur, el este para los cristianos y los musulmanes al oeste, como bien describe en sus cómics la franco-libanesa Zeina Abirached (1981). Entre sus detallados volúmenes destacan El piano oriental (2015), que retrata la vida cotidiana en Beirut en los años cincuenta y su propia odisea de desplazada en París ya en este siglo, y El juego de las golondrinas (2007), con su experiencia infantil durante los bombardeos en Beirut en 1984, cuando los vecinos y su familia pasaban la noche alejados de las ventanas en el recibidor de la vivienda, ubicada justo en la línea de demarcación y a tiro de los francotiradores.
La violencia ha calado en lo más profundo de la sociedad. “Mi mayor ilusión es que mi chico sea el día de mañana un mártir y mate a americanos e israelíes”, declaró a EL PAÍS en septiembre de 2001, en uno de los pueblos de Hezbolá al sur del país, Nagua Bleida, una joven madre con su hijo de 10 años agarrado a su mano. Lo contó en una crónica Ramón Lobo (1955-2023), brillante corresponsal de guerra de este diario durante dos décadas, que junto a otros periodistas ha contribuido con sus artículos a contar la situación de Oriente Próximo. Como Mikel Ayestaran (1975) —coautor junto a Lobo de Guerras de ayer y de hoy (2016)—, el veterano corresponsal de los periódicos del grupo Vocento y que firmó el relevante libro Oriente Medio, Oriente roto (2017). Como Maruja Torres, también de EL PAÍS, autora de La amante en guerra (2009), una novela que recoge sus experiencias en Líbano. O como Tomás Alcoverro (1940), experimentado periodista de La Vanguardia, residente en Beirut desde 1970 y autor, por ejemplo, de La noria de Beirut. Vida en la ciudad que siempre renace (2018), que retrata la vida singular de una ciudad acostumbrada a cicatrizar sus heridas. Unas heridas que no necesariamente son siempre bélicas. Así, el mayor desastre en tiempos de relativa paz —en la categoría de catástrofe por negligencia humana— ocurrió el 4 de agosto de 2020, cuando la explosión de 2.750 toneladas de nitrato de amonio almacenadas temerariamente en el puerto de Beirut causó la muerte a 218 personas y dejó más de 7.500 heridos. Explosión de la que fue testigo Alcoverro desde su casa y que narra en el libro.
Por fuerza, toda esa realidad la han tenido que retratar autores como el franco-libanés Amin Maalouf (Beirut, 1949), que abandonó el país con la guerra en 1975 y es autor de interesantes ensayos, como Las cruzadas vistas por los árabes (1983). El escritor ganó el premio Goncourt en 1993 por La Roca de Tanios, una historia ubicada en las montañas de Líbano a mitad del siglo XIX en pleno enfrentamiento entre Egipto y el imperio Otomano. Maalouf ha frecuentado poco en sus historias el siglo XX, pero cuando lo ha hecho ha sido con fuerza, como en Los desorientados (2013), sobre el reencuentro de un hombre con su país 25 años después de abandonarlo, o en Las escalas de Levante (1996), que aborda directamente la guerra del Líbano.
Otro de los narradores árabes destacados de las últimas décadas es el recientemente fallecido escritor libanés Elias Khoury, (Beirut, 1948-2024), que a su vez fue uno de los mayores valedores con sus novelas de la causa palestina en un país en el que este pueblo apenas figura en las narraciones. Su obra maestra, La Cueva del Sol (1998) está considerada la gran novela de la Nakba. Otras obras destacadas suyas son Yalo (2002) y El espejo roto (Sinalcol) (2012).
También hay que contar con el poeta Abbas Beydoun (Tiro, 1945), con Un minuto de retraso sobre lo real; o, unas décadas antes, el alabado Gibrán Jalil Gibrán (Bisharri, 1883-Nueva York,1931), con Estancias (1919). Y entre los autores vinculados a Líbano también destaca el poeta Ali Ahmad Said Esber (1930), más conocido por su pseudónimo, Adonis, un escritor nacido en Siria aunque vivió parte de su vida en Beirut, que abandonó en 1980 por la guerra. Aparte de su poesía, cabe destacar su libro de conversaciones con Houria Abdelouahed, Violencia e islam (2015), en el que insiste en que el terrorismo no tiene cabida en esta religión, que a su juicio requiere una nueva relectura.
Entre las narradoras destaca la beirutí Hanan al-Shaykh (1945), de familia chií y rompedora hasta el punto de que sus libros fueron prohibidos en la mayoría de los países árabes, puesto que atentaban con la estructura patriarcal de la sociedad y trataban temas como el divorcio, la libertad sexual de la mujer o el aborto. Es una lástima que sus dos obras más destacadas, La historia de Zahra (1980) y Mujeres de arena y mirra (1988), publicadas en español hace más de dos décadas, estén descatalogadas. Y también hay que tener en cuenta a Huda Barakat (1952), única libanesa entre las mujeres que han ganado el prestigioso premio Naguib-Mahfouz. El labrador de aguas (1998), que narra el declive de Beirut y sus personajes tras la guerra civil, sería su libro más destacado.
Aunque para entender mejor la posición actual de la mujer en Líbano, quizá mejor es leer a la escritora, periodista y activista Joumana Haddad (Beirut, 1970), autora de Yo maté a Sherezade. Confesiones de una mujer árabe furiosa (2011), un ensayo breve que se convierte en una guía útil para mujeres en lucha por sus derechos. Fundadora además en 2008 de la primera revista erótica del mundo árabe, bajo el título Jasad (“cuerpo” en árabe), en un país en el que todavía se censuran las partes de las películas, obras de arte y libros consideradas subidas de tono, Haddad forma parte de ese núcleo irreductible de mujeres árabes que no llevan velo, no se sienten sometidas ni sumisas y manifiestan su opinión sin filtros. Otros libros suyos publicados en español —aparte de sus poemarios El retorno de Lilith (2019) y Espejos de las fugaces (2010)—, son los ensayos El tercer sexo (2019), en el que pretende deconstruir la sociedad actual basada en el dinero, la raza o el género, y Supermán es árabe. Acerca de Dios, del matrimonio, del macho y de otros inventos desastrosos (2014), una certera impugnación de las sociedades machistas.
Otro destacado autor, en este caso esencialmente dramaturgo, es el beirutí con nacionalidad líbano-canadiense y origen maronita Wajdi Mouawad (1968), autor de una brutal obra, Incendios (2003), que refleja el desarraigo del exilio además de tratar temas tan crudos como los crímenes de honor, las brutalidades durante la guerra civil o la tortura en las prisiones clandestinas, perfilada a partir de la vida de una activista de la vida real en los años ochenta, Souha Bechara. La obra forma parte de una serie trágica con los problemas del exilio y la memoria como telón de fondo: la tetralogía La sangre de las promesas —formada por Litoral, Incendios, Bosques y Cielos—. Tras alcanzar el éxito internacional, Incendios fue llevada al cine en 2010 por Denis Villeneuve, filme que fue nominado al Oscar como mejor película en Lengua Extranjera.
El cine ha sido una de las artes más prolíficas para descifrar la realidad de Líbano. De ello da cuenta el libro Siempre nos quedará Beirut. Cine de autor y guerra(s) en el Líbano, 1970-2006 (2020), de la hispano-libanesa Laila Hotait Salas. Se trata de un exhaustivo repaso a una cinematografía comprometida, a veces de escasos recursos, que ha intentado retratar casi todas las aristas del país.
Entre esa cinematografía destaca la película Cafarnaúm (2018), de la realizadora y actriz libanesa Nadine Labaki, nominada a los Oscar como mejor película internacional y ganadora del premio especial del jurado en el Festival de Cannes. Se trata de una cruda fábula en la que Labaki —conviene no perderse Caramel (2007), que aborda la vida cotidiana de cinco mujeres y sus problemas, sin referencias a guerras ni conflictos— narra el duro mundo que afronta un niño de 12 años de los barrios marginales de Beirut que demanda a sus padres por el crimen de haberlo traído al mundo. Zain, que huye de su familia tras el matrimonio forzado de su hermana adolescente, se adapta a la vida en la calle vendiendo analgésicos a los drogadictos junto a una refugiada siria.
Para ilustrar los conflictos entre las distintas comunidades convivientes, quizá sea bueno ver la película El insulto (2017), del franco-libanés Ziad Doueri. También es autor de El atentado (2012), película prohibida en Líbano basada en la famosa novela de 2006 de Yasmina Khadra, que narra la tragedia que se abate sobre un cirujano israelí de origen palestino tras un atentado que acaba con la vida de 19 personas, entre ellas su mujer, en el centro de Tel Aviv, tragedia casi cotidiana a ambos lados de la frontera que separa Israel de Líbano.
En una lista sobre películas sobre Líbano, que siempre dejará fuera obras maestras, no debe faltar Vals con Bashir (2008), del israelí Ari Folman, nominada a los premios Osca y Bafta a la mejor película extranjera. Se centra en uno de los episodios más tristes y sangrientos de la corta historia de Líbano: la masacre de Sabra y Chatila, desatada entre el 15 y el 18 de octubre de 1982, tras la muerte de Bashir Pierre Gemayel, en los campos de refugiados situados en los barrios de dichos nombres de Beirut Oeste, entonces una capital ocupada por Israel tras la Guerra de Líbano. Entre 350 y 3.500 refugiados palestinos, según las fuentes, fueron asesinados por la Falange Libanesa (cristianos de la iglesia maronita), con la participación del Ejército del Sur de Líbano (milicia libanesa proisraelí) y ante la total pasividad del Ejército Israelí, tal y como contó el periodista Amnon Kapeliouk —también autor de una biografía del presidente de la OLP Yasir Arafat— en Sabra y Chatila: investigación sobre una matanza (1982), donde narró la complicidad del entonces ministro de Defensa Ariel Sharon (luego primer ministro del país entre 2001 y 2006) en la masacre. En Vals con Bashir, Folman narra un suceso que vivió en primera persona como soldado israelí destacado en la ciudad aquellos días y que permanecía oculto en su memoria. Solo descubrirá qué pasó exactamente y cuál fue su grado de participación tras una dolorosa investigación. Sin duda una película estremecedora.
Como estremecedora es la realidad, pasada y presente, de Líbano. En Memoria para el olvido, Darwish describe una entrevista que le hace un periodista en el Hotel Commodore aquellos días de 1982 de bombas en agosto.
—Qué escribe usted ahora que estamos en guerra?
—Mi silencio
—¿Quiere decir que corresponde a los cañones tomar la palabra?
—Sí, su voz se alza más alto que ninguna otra.
—¿Qué hace entonces?
—Un llamamiento a la resistencia.
—¿Ganarán ustedes esta guerra?
—No. Pero lo importante es seguir adelante. Sobrevivir es, en sí mismo, una victoria.
En Líbano, es nuevamente tiempo de que callen los poetas y hablen las bombas. Tiempo para solo sobrevivir.
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Esta descripción de un bombardeo en Beirut antes del amanecer, donde las explosiones sustituyen a los primeros rayos del sol, podría haberse escrito perfectamente el pasado lunes, cuando Israel comenzó una serie de ataques con misiles contra la capital de Líbano para responder a los ataques de Hezbolá, la primera ofensiva a gran escala en la urbe desde 2006, y que dio inicio el martes a una invasión del país por su vecino del sur. Pero se trata de palabras ya viejas, escritas por Mahmud Darwish (1941-2008) en un pequeño libro, Memoria para el olvido (1987), un poema en prosa con las reflexiones del poeta palestino que recogen sus vivencias a lo largo de un tórrido día de agosto de 1982, un agotador día de aquellos tres meses sin esperanza que pasó en la ciudad cuando Israel invadió Líbano para expulsar a las guerrillas de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), dirigidas por Yasir Arafat.
Llueve sobre mojado por tanto cuando los misiles explotan toda esta semana en las ruinas de un país que pasó, en apenas 80 años de historia oficial, de ser considerado casi un paraíso fiscal conocido como la Suiza de Oriente Próximo a escenario de cientos de episodios de sangre, fanatismo y escombros. Líbano, uno de los países más pequeños del mundo —del tamaño de Navarra—, y con una población de 5,5 millones de habitantes, ha sufrido en estas décadas una guerra civil, en 1958, entre musulmanes panarabistas impulsados por el egipcio Gamal Abdel Nasser y las fuerzas del Gobierno cristianas; el asesinato de un presidente, Bashir Pierre Gemayel, en 1982; otra guerra civil entre las comunidades cristiana y musulmana que arrasó el país entre 1975 y 1990 y originó más de 120.000 muertos y un éxodo de un millón de personas; la invasión de Israel de 1982, cuyo ejército ocupó la capital y permitió la entrada de fuerzas falangistas cristianas que masacraron los campos de refugiados palestinos, otra guerra de apenas 33 días entre Israel y Hezbolá en 2006… Muchas novelas, ensayos, poemas, cómics y películas han dado cuenta de todo ello para intentar explicar un país bello, el de las montañas cubiertas de majestuosos cedros, pero indescifrable.
Un Estado dentro del Estado: Hezbolistán
Y, por supuesto, para conocer Líbano de hoy en día hay que hablar necesariamente de Hezbolá (literalmente “Partido de Dios”), poderosa formación política y facción armada al tiempo, creada en 1982 justo tras la expulsión de la OLP, y cuyas acciones violentas han dado excusa a Israel, un país que apenas las necesita, para abrir fuego. No en vano, la ofensiva israelí al norte de sus fronteras tiene el objetivo declarado de destruir a esta formación. En el libro Hezbolá. El laberinto de Oriente Medio, que saldrá a la venta el próximo día 14, el profesor de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM) Ignacio Gutiérrez de Terán describe tanto el grado de implantación en la sociedad libanesa de la institución —gracias a la creación de escuelas, hospitales, medios de comunicación, organizaciones benéficas y hasta como empleadora de cerca de 100.000 personas— como su músculo financiero, sustanciado mediante donaciones, el “quinto” (al-jums) o limosna preceptiva en el Islam, aportaciones de instituciones benéficas y, lo más importante, las contribuciones directas de Irán y Siria, sobre todo de la república islámica liderada por Alí Jamenei, que permiten mantener a la formación libanesa unos efectivos “de 100.000 hombres armados y un arsenal con al menos 150.000 misiles y cohetes”, aunque fuentes occidentales reducen el número de combatientes a la mitad.
En el texto de Gutiérrez de Terán —heredero de Hizbulah. El brazo armado de Dios (2006), de Javier Martín—, actualizado al límite a pesar de la precipitación de los acontecimientos, destacan tanto el capítulo dedicado a ese “Estado dentro del Estado”, hasta el punto de que llama al país con ironía “Hezbolistán”, como la semblanza que hace, antes de conocer su asesinato, del líder de la formación desde hacía 32 años, Hasan Nasralá (1960-2024), muerto en un ataque de Israel el pasado 27 de septiembre, figura a la que el experto ya veía difícil buscar un relevo. El secretario general del partido y líder militar de Hezbolá siempre defendió en su condición de ulema (estudioso del islam y la sharía) la necesidad del martirio frente al “ente” (al-Kiyan, término utilizado para eludir la palabra Israel).
Morir y matar. Dos verbos que se conjugan con frecuencia en el país. Abundante bibliografía hace un recorrido por las heridas recientes del Líbano. Lástima que no estén traducidos al castellano libros de referencia aún valiosos como Pity The Nation: Lebanon at War (Lamento por la Nación: El Líbano en Guerra, 1990, Oxford University Press), del corresponsal británico Robert Fisk, autor también del sí disponible en español La gran guerra por la civilización. La conquista de Oriente Próximo (2006); o Beirut (2010, University of California Press), el recorrido por la historia de la ciudad realizado por el historiador y periodista franco-libanés Samir Kassir, asesinado por un coche bomba en aquella capital en 2005.
Aunque para entender la difícil estructura del país actual bien vale el clásico El Líbano contemporáneo. Historia y sociedad (2006), del historiador y economista libanés nacido en Alejandría Georges Corm (1940-1924). Corm, que pensaba que el gran problema del mundo árabe era económico, más que cultural o religioso, también firmó una guía útil sobre la Historia de oriente Medio. De la antigüedad hasta nuestros días (2009).
Fronteras artificiales y un nuevo país incrustado
En estos volúmenes se dan las claves para acercarse a un Estado de fronteras artificiales hechas a medida de los intereses occidentales. La historia del país es, lógicamente, la historia de la región hasta su independencia de Francia en 1943. Para profundizar en ese recorrido hay abundantes y apasionantes libros, como Los árabes. Tres milenios de historia de pueblos, tribus e imperios (2022), de Tim Mackintosh-Smith, un recorrido por las andanzas de un pueblo que nació como nómada y se expandió por Asia y el Mediterráneo durante siglos; o el volumen paralelo que escribió Eugene Rogan, Los árabes. Del imperio otomano a la actualidad (2018); o Entre la sharía y la yihad. Una historia intelectual del islamismo (2018), de la catedrática de Estudios Árabes e Islámicos de la UAM Luz Gómez, que desentraña la historia de las ideas y los conceptos del islamismo; o Los últimos días del Imperio otomano (2023), de Ryan Gingeras, una crónica del ocaso de un imperio que gobernó la región libanesa durante cuatro siglos (entre 1516 y 1918), hasta la partición del imperio tras la Primera Guerra Mundial. Así, el acuerdo Sykes-Picot entre Francia y Reino Unido en 1916, que traicionó el pacto hecho por T. E. Lawrence (sí, el famoso Lawrence de Arabia) con los árabes para constituir un gran Estado a cambio de su apoyo contra los otomanos, supuso un desmembramiento en el que los actuales Líbano, Siria y norte de Irak, grosso modo, recayeron bajo la influencia de Francia al tiempo que Palestina, Jordania y sur de Irak pasaban a dominio británico. Y mientras en la orilla mediterránea al norte de esas fronteras destaca la presencia histórica de comunidades cristianas, al sur el factor más decisivo es la creación de un Estado judío, incrustado en medio de países árabes, que se ha hecho hueco a base de ocupar el territorio en contra de las resoluciones de la ONU y de subyugar a los palestinos.
El 15 de mayo de 1948, un día después de que Israel declarara su independencia, arrancó una guerra contra una alianza de países árabes que se prolongó durante 20 meses y que el nuevo Estado aprovechó para invadir gran parte de Palestina, lo que produjo un éxodo masivo que desde entonces los palestinos conocen como la Nakba (la catástrofe), y que supuso el desplazamiento por la fuerza de entre 700.000 y 750.000 palestinos. Entre ellos el propio Darwish, considerado el poeta nacional palestino, nacido en 1941 en Al-Birwa, en Galilea, junto a Acre, durante el Mandato Británico de Palestina, y que llegó a Beirut a los seis años junto a miles de sus compatriotas. Un desgarro perfectamente reflejado en su poemario En presencia de la ausencia (2011) o en Menos rosas (1986). Y ahora se calcula que hay en torno a 450.000 palestinos en Líbano, lo que ha causado tensiones en las últimas décadas en un país con 18 grupos religiosos reconocidos oficialmente —cada uno con una legislación propia en materia de sucesiones, herencias, matrimonios, divorcios, custodia…— entre católicos, sobre todo maronitas (iglesia oriental vinculada al Vaticano con su propia liturgia), musulmanes (suníes y chiíes en casi igual proporción) y drusos, además de otras religiones minoritarias.
Un desgarro social que tuvo su punto culminante durante los 15 años que duró la guerra civil de 1975-1990, cuando un muro dividió la ciudad de norte a sur, el este para los cristianos y los musulmanes al oeste, como bien describe en sus cómics la franco-libanesa Zeina Abirached (1981). Entre sus detallados volúmenes destacan El piano oriental (2015), que retrata la vida cotidiana en Beirut en los años cincuenta y su propia odisea de desplazada en París ya en este siglo, y El juego de las golondrinas (2007), con su experiencia infantil durante los bombardeos en Beirut en 1984, cuando los vecinos y su familia pasaban la noche alejados de las ventanas en el recibidor de la vivienda, ubicada justo en la línea de demarcación y a tiro de los francotiradores.
Periodistas narradores y escritores cronistas
La violencia ha calado en lo más profundo de la sociedad. “Mi mayor ilusión es que mi chico sea el día de mañana un mártir y mate a americanos e israelíes”, declaró a EL PAÍS en septiembre de 2001, en uno de los pueblos de Hezbolá al sur del país, Nagua Bleida, una joven madre con su hijo de 10 años agarrado a su mano. Lo contó en una crónica Ramón Lobo (1955-2023), brillante corresponsal de guerra de este diario durante dos décadas, que junto a otros periodistas ha contribuido con sus artículos a contar la situación de Oriente Próximo. Como Mikel Ayestaran (1975) —coautor junto a Lobo de Guerras de ayer y de hoy (2016)—, el veterano corresponsal de los periódicos del grupo Vocento y que firmó el relevante libro Oriente Medio, Oriente roto (2017). Como Maruja Torres, también de EL PAÍS, autora de La amante en guerra (2009), una novela que recoge sus experiencias en Líbano. O como Tomás Alcoverro (1940), experimentado periodista de La Vanguardia, residente en Beirut desde 1970 y autor, por ejemplo, de La noria de Beirut. Vida en la ciudad que siempre renace (2018), que retrata la vida singular de una ciudad acostumbrada a cicatrizar sus heridas. Unas heridas que no necesariamente son siempre bélicas. Así, el mayor desastre en tiempos de relativa paz —en la categoría de catástrofe por negligencia humana— ocurrió el 4 de agosto de 2020, cuando la explosión de 2.750 toneladas de nitrato de amonio almacenadas temerariamente en el puerto de Beirut causó la muerte a 218 personas y dejó más de 7.500 heridos. Explosión de la que fue testigo Alcoverro desde su casa y que narra en el libro.
Por fuerza, toda esa realidad la han tenido que retratar autores como el franco-libanés Amin Maalouf (Beirut, 1949), que abandonó el país con la guerra en 1975 y es autor de interesantes ensayos, como Las cruzadas vistas por los árabes (1983). El escritor ganó el premio Goncourt en 1993 por La Roca de Tanios, una historia ubicada en las montañas de Líbano a mitad del siglo XIX en pleno enfrentamiento entre Egipto y el imperio Otomano. Maalouf ha frecuentado poco en sus historias el siglo XX, pero cuando lo ha hecho ha sido con fuerza, como en Los desorientados (2013), sobre el reencuentro de un hombre con su país 25 años después de abandonarlo, o en Las escalas de Levante (1996), que aborda directamente la guerra del Líbano.
Otro de los narradores árabes destacados de las últimas décadas es el recientemente fallecido escritor libanés Elias Khoury, (Beirut, 1948-2024), que a su vez fue uno de los mayores valedores con sus novelas de la causa palestina en un país en el que este pueblo apenas figura en las narraciones. Su obra maestra, La Cueva del Sol (1998) está considerada la gran novela de la Nakba. Otras obras destacadas suyas son Yalo (2002) y El espejo roto (Sinalcol) (2012).
También hay que contar con el poeta Abbas Beydoun (Tiro, 1945), con Un minuto de retraso sobre lo real; o, unas décadas antes, el alabado Gibrán Jalil Gibrán (Bisharri, 1883-Nueva York,1931), con Estancias (1919). Y entre los autores vinculados a Líbano también destaca el poeta Ali Ahmad Said Esber (1930), más conocido por su pseudónimo, Adonis, un escritor nacido en Siria aunque vivió parte de su vida en Beirut, que abandonó en 1980 por la guerra. Aparte de su poesía, cabe destacar su libro de conversaciones con Houria Abdelouahed, Violencia e islam (2015), en el que insiste en que el terrorismo no tiene cabida en esta religión, que a su juicio requiere una nueva relectura.
Entre las narradoras destaca la beirutí Hanan al-Shaykh (1945), de familia chií y rompedora hasta el punto de que sus libros fueron prohibidos en la mayoría de los países árabes, puesto que atentaban con la estructura patriarcal de la sociedad y trataban temas como el divorcio, la libertad sexual de la mujer o el aborto. Es una lástima que sus dos obras más destacadas, La historia de Zahra (1980) y Mujeres de arena y mirra (1988), publicadas en español hace más de dos décadas, estén descatalogadas. Y también hay que tener en cuenta a Huda Barakat (1952), única libanesa entre las mujeres que han ganado el prestigioso premio Naguib-Mahfouz. El labrador de aguas (1998), que narra el declive de Beirut y sus personajes tras la guerra civil, sería su libro más destacado.
Mujeres sin velo, sin ataduras y sin filtros
Aunque para entender mejor la posición actual de la mujer en Líbano, quizá mejor es leer a la escritora, periodista y activista Joumana Haddad (Beirut, 1970), autora de Yo maté a Sherezade. Confesiones de una mujer árabe furiosa (2011), un ensayo breve que se convierte en una guía útil para mujeres en lucha por sus derechos. Fundadora además en 2008 de la primera revista erótica del mundo árabe, bajo el título Jasad (“cuerpo” en árabe), en un país en el que todavía se censuran las partes de las películas, obras de arte y libros consideradas subidas de tono, Haddad forma parte de ese núcleo irreductible de mujeres árabes que no llevan velo, no se sienten sometidas ni sumisas y manifiestan su opinión sin filtros. Otros libros suyos publicados en español —aparte de sus poemarios El retorno de Lilith (2019) y Espejos de las fugaces (2010)—, son los ensayos El tercer sexo (2019), en el que pretende deconstruir la sociedad actual basada en el dinero, la raza o el género, y Supermán es árabe. Acerca de Dios, del matrimonio, del macho y de otros inventos desastrosos (2014), una certera impugnación de las sociedades machistas.
Otro destacado autor, en este caso esencialmente dramaturgo, es el beirutí con nacionalidad líbano-canadiense y origen maronita Wajdi Mouawad (1968), autor de una brutal obra, Incendios (2003), que refleja el desarraigo del exilio además de tratar temas tan crudos como los crímenes de honor, las brutalidades durante la guerra civil o la tortura en las prisiones clandestinas, perfilada a partir de la vida de una activista de la vida real en los años ochenta, Souha Bechara. La obra forma parte de una serie trágica con los problemas del exilio y la memoria como telón de fondo: la tetralogía La sangre de las promesas —formada por Litoral, Incendios, Bosques y Cielos—. Tras alcanzar el éxito internacional, Incendios fue llevada al cine en 2010 por Denis Villeneuve, filme que fue nominado al Oscar como mejor película en Lengua Extranjera.
El cine ha sido una de las artes más prolíficas para descifrar la realidad de Líbano. De ello da cuenta el libro Siempre nos quedará Beirut. Cine de autor y guerra(s) en el Líbano, 1970-2006 (2020), de la hispano-libanesa Laila Hotait Salas. Se trata de un exhaustivo repaso a una cinematografía comprometida, a veces de escasos recursos, que ha intentado retratar casi todas las aristas del país.
Películas para contar un país
Entre esa cinematografía destaca la película Cafarnaúm (2018), de la realizadora y actriz libanesa Nadine Labaki, nominada a los Oscar como mejor película internacional y ganadora del premio especial del jurado en el Festival de Cannes. Se trata de una cruda fábula en la que Labaki —conviene no perderse Caramel (2007), que aborda la vida cotidiana de cinco mujeres y sus problemas, sin referencias a guerras ni conflictos— narra el duro mundo que afronta un niño de 12 años de los barrios marginales de Beirut que demanda a sus padres por el crimen de haberlo traído al mundo. Zain, que huye de su familia tras el matrimonio forzado de su hermana adolescente, se adapta a la vida en la calle vendiendo analgésicos a los drogadictos junto a una refugiada siria.
Para ilustrar los conflictos entre las distintas comunidades convivientes, quizá sea bueno ver la película El insulto (2017), del franco-libanés Ziad Doueri. También es autor de El atentado (2012), película prohibida en Líbano basada en la famosa novela de 2006 de Yasmina Khadra, que narra la tragedia que se abate sobre un cirujano israelí de origen palestino tras un atentado que acaba con la vida de 19 personas, entre ellas su mujer, en el centro de Tel Aviv, tragedia casi cotidiana a ambos lados de la frontera que separa Israel de Líbano.
En una lista sobre películas sobre Líbano, que siempre dejará fuera obras maestras, no debe faltar Vals con Bashir (2008), del israelí Ari Folman, nominada a los premios Osca y Bafta a la mejor película extranjera. Se centra en uno de los episodios más tristes y sangrientos de la corta historia de Líbano: la masacre de Sabra y Chatila, desatada entre el 15 y el 18 de octubre de 1982, tras la muerte de Bashir Pierre Gemayel, en los campos de refugiados situados en los barrios de dichos nombres de Beirut Oeste, entonces una capital ocupada por Israel tras la Guerra de Líbano. Entre 350 y 3.500 refugiados palestinos, según las fuentes, fueron asesinados por la Falange Libanesa (cristianos de la iglesia maronita), con la participación del Ejército del Sur de Líbano (milicia libanesa proisraelí) y ante la total pasividad del Ejército Israelí, tal y como contó el periodista Amnon Kapeliouk —también autor de una biografía del presidente de la OLP Yasir Arafat— en Sabra y Chatila: investigación sobre una matanza (1982), donde narró la complicidad del entonces ministro de Defensa Ariel Sharon (luego primer ministro del país entre 2001 y 2006) en la masacre. En Vals con Bashir, Folman narra un suceso que vivió en primera persona como soldado israelí destacado en la ciudad aquellos días y que permanecía oculto en su memoria. Solo descubrirá qué pasó exactamente y cuál fue su grado de participación tras una dolorosa investigación. Sin duda una película estremecedora.
Como estremecedora es la realidad, pasada y presente, de Líbano. En Memoria para el olvido, Darwish describe una entrevista que le hace un periodista en el Hotel Commodore aquellos días de 1982 de bombas en agosto.
—Qué escribe usted ahora que estamos en guerra?
—Mi silencio
—¿Quiere decir que corresponde a los cañones tomar la palabra?
—Sí, su voz se alza más alto que ninguna otra.
—¿Qué hace entonces?
—Un llamamiento a la resistencia.
—¿Ganarán ustedes esta guerra?
—No. Pero lo importante es seguir adelante. Sobrevivir es, en sí mismo, una victoria.
En Líbano, es nuevamente tiempo de que callen los poetas y hablen las bombas. Tiempo para solo sobrevivir.
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Claves culturales para comprender la guerra de Líbano
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