Lorine_Waters
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Dirán los enemigos de la novela —haberlos, haylos, sobre todo entre los escritores colombianos y latinoamericanos que se la tuvieron que quitar de encima para alzar su propia voz— que la versión de Netflix hace honor a los rasgos que más detestan de la misma: el exotismo selvático-caribeño prêt-à-porter y la ñoñería de cuento buensalvajista que encandila y hace suspirar. Las lenguas más viperinas de la literatura, las que siempre están dispuestas a señalar el sobreprecio de cualquier obra maestra, podrán decir que Cien años de soledad ha encontrado al fin la horma de su zapato: la adaptación que señala la desnudez del emperador Gabo.
En efecto, todo lo que las generaciones posteriores al boom reprocharon a la novela está subrayado, aumentado, caricaturizado e involuntariamente parodiado en esta horrorosa serie. Pero, precisamente por eso, este larguísimo anuncio de cafés Saimaza en ocho interminables episodios tiene la inesperada virtud de ensalzar el libro. A su lado, la prosa de García Márquez reluce inmortal y victoriosa ante las críticas: tras verlo transcrito a los códigos audiovisuales más superficiales y chuscos, el texto de Cien años de soledad refulge como si lo leyéramos por primera vez. Yo corrí a abrazarme a él tras ver la serie. Lo abrí por una página al azar y pasé un rato largo reconfortado en el verbo del escritor colombiano. En mi caso, la serie funcionó como fomento de la lectura: a Gabo pongo por testigo que nunca más expresaré reparos a su obra.
Convengamos en que adaptar una novela de resonancias tan hondas en la lengua castellana y en la educación sentimental de tanta gente en tantos países era un empeño condenado al fracaso, pero de todas las formas de fracaso posibles, los productores, guionistas y directores escogieron la más rotunda e inapelable. La concepción misma del proyecto era un disparate que atentaba contra la esencia misma de Cien años de soledad, que se levanta sobre un acusadísimo sentido de la autoría artística.
Cien años es el compromiso de un escritor, la expresión decantadísima y mayúscula de una libertad creativa autoconsciente. La adaptación, en cambio, es un producto prefabricado e industrial sin autor reconocible. Varios directores, unos cuantos guionistas y muchas notas de unos productores comerciales anulan cualquier sentido de la autoría. No hay un alma ni una voz detrás de esta serie de Netflix, y eso hace que desbarranque desde la primera secuencia y no haya forma de que vuelva a enderezarse.
García Márquez quiso contar el Génesis, la creación del mundo, y como en la Biblia y en otras mitologías, es el hálito del verbo divino el que lo crea. La voz de dios es la del narrador, indisociable del escritor, que, palabra a palabra, crea Macondo. Eso hace en buena medida inadaptable la historia, porque no son las desventuras de los Buendía las que mantienen al lector pegado a las páginas, sino la prosa esmerada y el fraseo pulcro de García Márquez.
Tal vez conscientes de ello, los hacedores de la serie han intentado evocar este poder divino mediante una voz en off que lee pasajes literales de la novela y marca toda la narración, dando así la medida de su fracaso: lo mejor de la serie son esas frases, pero también son lo peor, pues el off implica la renuncia de la narración en on y señala la insuficiencia de los recursos propios del cine para contar esta historia.
Recursos, por otro lado, de una expresividad edulcorada y de bajísima intensidad: una fotografía más propia de un anuncio que de un drama, composiciones de planos que parecen pósteres y una desgana interpretativa que a veces raya en la parodia hacen de Macondo y los Buendía algo muy aburrido y plano. Cuando el niño Aureliano empieza a mostrar sus dotes premonitorias, ni la propia Úrsula (insípida, como casi todo el elenco, donde ni un personaje brilla o enamora) parece sorprenderse demasiado: a esta magia se le ve el truco todo el rato.
Y así avanzamos en un relato que jamás coge altura, que ni es realista ni mágico, y se recrea en supuestos preciosismos y erotismos, donde los diálogos parecen mera transición entre planos, con el alquimista Melquíades en el centro de un escenario que recuerda más a los malabaristas que piden unas monedas en un semáforo que al sabio errante que deslumbraba al ingenuo y visionario José Arcadio. Eso sí, si los malabaristas fueran modelos de Calvin Klein en paro con dentaduras perfectas y relucientes, porque el casting parece propio del Disney más ramplón.
No pierdo de vista que Cien años de soledad es probablemente inadaptable. O, mejor: solo puede adaptarse desde una perspectiva de autoría radical equivalente a la de Gabriel García Márquez. Como el resto de su obra, es una novela profundamente textual, que imita los usos y tonos de la narración oral. Para lograrlo, el escritor hizo un grandísimo trabajo idiomático que no puede encontrar una correspondencia en imágenes. Por eso, las inserciones en off tampoco funcionan: cada frase locutada marca las distancias insalvables entre la literatura y el cine. García Márquez escribió una obra profundamente literaria, concebida para su lectura, que no funciona fuera de las páginas, ni siquiera recitada en voz alta. Es el lector, con su silencio embelesado, el que opera la magia.
Solo una interpretación libre, radical y personalísima podría decir algo interesante. Un producto industrial, previsible, retocado hasta lo obsesivo y calculado y sopesado en cada segundo del metraje por productores más pendientes de las notas de marketing que de la historia de Macondo, un producto como este, digo, solo podía acabar en la nadería. Ni siquiera es grotesco —lo cual, lo haría un poco interesante—, tan solo es plano como el cine de superhéroes o una teleserie para adolescentes. Y no, pese a que los escritores más críticos con el boom lo dejen caer, nada de eso estaba en la novela ni se justifica en ella. Si algunos espectadores despistados y desconocedores de García Márquez acuden al libro tras ver la serie, les va a dar un soponcio, y a lo mejor salen ganando con el susto.
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En efecto, todo lo que las generaciones posteriores al boom reprocharon a la novela está subrayado, aumentado, caricaturizado e involuntariamente parodiado en esta horrorosa serie. Pero, precisamente por eso, este larguísimo anuncio de cafés Saimaza en ocho interminables episodios tiene la inesperada virtud de ensalzar el libro. A su lado, la prosa de García Márquez reluce inmortal y victoriosa ante las críticas: tras verlo transcrito a los códigos audiovisuales más superficiales y chuscos, el texto de Cien años de soledad refulge como si lo leyéramos por primera vez. Yo corrí a abrazarme a él tras ver la serie. Lo abrí por una página al azar y pasé un rato largo reconfortado en el verbo del escritor colombiano. En mi caso, la serie funcionó como fomento de la lectura: a Gabo pongo por testigo que nunca más expresaré reparos a su obra.
Convengamos en que adaptar una novela de resonancias tan hondas en la lengua castellana y en la educación sentimental de tanta gente en tantos países era un empeño condenado al fracaso, pero de todas las formas de fracaso posibles, los productores, guionistas y directores escogieron la más rotunda e inapelable. La concepción misma del proyecto era un disparate que atentaba contra la esencia misma de Cien años de soledad, que se levanta sobre un acusadísimo sentido de la autoría artística.
Cien años es el compromiso de un escritor, la expresión decantadísima y mayúscula de una libertad creativa autoconsciente. La adaptación, en cambio, es un producto prefabricado e industrial sin autor reconocible. Varios directores, unos cuantos guionistas y muchas notas de unos productores comerciales anulan cualquier sentido de la autoría. No hay un alma ni una voz detrás de esta serie de Netflix, y eso hace que desbarranque desde la primera secuencia y no haya forma de que vuelva a enderezarse.
García Márquez quiso contar el Génesis, la creación del mundo, y como en la Biblia y en otras mitologías, es el hálito del verbo divino el que lo crea. La voz de dios es la del narrador, indisociable del escritor, que, palabra a palabra, crea Macondo. Eso hace en buena medida inadaptable la historia, porque no son las desventuras de los Buendía las que mantienen al lector pegado a las páginas, sino la prosa esmerada y el fraseo pulcro de García Márquez.
Una voz en off para el fracaso
Tal vez conscientes de ello, los hacedores de la serie han intentado evocar este poder divino mediante una voz en off que lee pasajes literales de la novela y marca toda la narración, dando así la medida de su fracaso: lo mejor de la serie son esas frases, pero también son lo peor, pues el off implica la renuncia de la narración en on y señala la insuficiencia de los recursos propios del cine para contar esta historia.
Recursos, por otro lado, de una expresividad edulcorada y de bajísima intensidad: una fotografía más propia de un anuncio que de un drama, composiciones de planos que parecen pósteres y una desgana interpretativa que a veces raya en la parodia hacen de Macondo y los Buendía algo muy aburrido y plano. Cuando el niño Aureliano empieza a mostrar sus dotes premonitorias, ni la propia Úrsula (insípida, como casi todo el elenco, donde ni un personaje brilla o enamora) parece sorprenderse demasiado: a esta magia se le ve el truco todo el rato.
Y así avanzamos en un relato que jamás coge altura, que ni es realista ni mágico, y se recrea en supuestos preciosismos y erotismos, donde los diálogos parecen mera transición entre planos, con el alquimista Melquíades en el centro de un escenario que recuerda más a los malabaristas que piden unas monedas en un semáforo que al sabio errante que deslumbraba al ingenuo y visionario José Arcadio. Eso sí, si los malabaristas fueran modelos de Calvin Klein en paro con dentaduras perfectas y relucientes, porque el casting parece propio del Disney más ramplón.
No pierdo de vista que Cien años de soledad es probablemente inadaptable. O, mejor: solo puede adaptarse desde una perspectiva de autoría radical equivalente a la de Gabriel García Márquez. Como el resto de su obra, es una novela profundamente textual, que imita los usos y tonos de la narración oral. Para lograrlo, el escritor hizo un grandísimo trabajo idiomático que no puede encontrar una correspondencia en imágenes. Por eso, las inserciones en off tampoco funcionan: cada frase locutada marca las distancias insalvables entre la literatura y el cine. García Márquez escribió una obra profundamente literaria, concebida para su lectura, que no funciona fuera de las páginas, ni siquiera recitada en voz alta. Es el lector, con su silencio embelesado, el que opera la magia.
Solo una interpretación libre, radical y personalísima podría decir algo interesante. Un producto industrial, previsible, retocado hasta lo obsesivo y calculado y sopesado en cada segundo del metraje por productores más pendientes de las notas de marketing que de la historia de Macondo, un producto como este, digo, solo podía acabar en la nadería. Ni siquiera es grotesco —lo cual, lo haría un poco interesante—, tan solo es plano como el cine de superhéroes o una teleserie para adolescentes. Y no, pese a que los escritores más críticos con el boom lo dejen caer, nada de eso estaba en la novela ni se justifica en ella. Si algunos espectadores despistados y desconocedores de García Márquez acuden al libro tras ver la serie, les va a dar un soponcio, y a lo mejor salen ganando con el susto.
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