Kaylin_Cormier
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César Fierro apenas tenía 22 años cuando trabajaba en el campo en Nuevo México como jornalero cosechando hortalizas. Su semblante joven —conocido como El guapo por las muchachas, según evoca su hermano Jorge—, el cuerpo delgado, la piel tersa y morena quemada por el sol de los sembradíos, una cabellera que le llegaba hasta los hombros y un rostro con bigote, se convirtieron en un recuerdo de otra vida.
A sus 67 años, con la cabeza rapada, con la barba canosa y el semblante de alguien que está aprendiendo a vivir nuevamente, Fierro cuenta su historia desde el despacho jurídico de sus abogados en la colonia de Polanco, en Ciudad de México.
Hace 45 años lo acusaron y condenaron por un crimen que no cometió. En marzo de 2024, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) denunció graves violaciones a los derechos humanos de César Fierro, por actos de tortura cometidos por las autoridades municipales de Ciudad Juárez, por los cuales se vio obligado a aceptar la comisión de un homicidio en Estados Unidos y fue sentenciado a la pena capital en ese país, donde permaneció 41 años en prisión y completamente aislado.
Desde 2020, Fierro ha estado trabajando junto al cineasta Santiago Esteinou en una continuación del documental Los años de Fierro (2014), que retrata las peripecias que tuvo que atravesar mientras estuvo condenado a muerte en Texas. Con motivo de esta nueva producción, titulada La Libertad de Fierro —que tuvo su estreno internacional en el Festival de Cine de Toronto y que ahora se estrena en México en el certamen cinematográfico de Morelia—, el protagonista relata a EL PAÍS la corrupción, la burocracia y los abusos policiales que soportó durante su tiempo en prisión.
Todo comenzó el 27 de febrero de 1979, cuando agentes de la Patrulla Fronteriza descubrieron el cuerpo sin vida de un taxista en un parque de El Paso, cerca de la frontera con México. Las autoridades concluyeron que Nicolás Castañón, la víctima, había sido asesinado a tiros y, cuatro días después, la policía arrestó a dos sospechosos. Ambos fueron puestos en libertad a los pocos días. La investigación no avanzó durante los siguientes cinco meses.
El 12 de mayo de 1979 era un sábado en El Paso y Fierro iba de visita a la cárcel del condado donde Sergio, su hermano, se encontraba encarcelado. Entró a la prisión, lo encerraron y ya no lo dejaron salir. Lo detuvieron, recuerda, por posesión de drogas. Lo encerraron en una celda y lo registraron, pero no encontraron nada. Sin explicarle los cargos y sin acceso a un abogado, lo retuvieron hasta el 1 de agosto.
Ese día, César recibió la noticia de que sería trasladado y presentado ante una corte para determinar sus cargos y estatus legal. Sin embargo, en lugar del juzgado, fue llevado al departamento de policía de El Paso, donde el detective Al Medrano y otros oficiales le acusaron del homicidio del taxista. “Simplemente llegué y me dieron un puñetazo en los testículos y me caí de rodillas”, recuerda Fierro.
Fue entonces que le dijeron que iba a firmar una confesión. Lo golpearon tres veces más en el mismo sitio y lo pusieron al teléfono con Jorge Palacios, policía municipal de Ciudad Juárez, quien según una investigación realizada en 2021 por la CNDH, era integrante de la Brigada Blanca, un grupo policiaco-paramilitar de la extinta Dirección Federal de Seguridad del Gobierno de México que existió entre 1976 y 1985, y “tenía antecedentes de haber cometido actos de tortura para obtener confesiones”, así como en la guerra sucia.
A través del auricular, Palacios, según Fierro, le dijo que su madre estaba detenida en Ciudad Juárez junto a su padrastro, y que si no confesaba la iban a “chicharrear”, que significaba torturar mediante toques eléctricos en . “Les dije que sí, que sí iba a firmar la confesión y ahí la fabricaron. Yo ni sabía que me iban a sentenciar a muerte”, afirma Fierro, ahora un hombre casi septuagenario, desde la oficina de su defensa en Ciudad de México.
Según Richard H. Burr, abogado que representó a Fierro durante más de 30 años y hasta su liberación, no existen pruebas físicas que lo vinculen con el crimen del taxista. “No hubo evidencia forense; sus huellas digitales no se encontraron en el lugar, ni se encontró sangre en él o en su ropa”, afirma el defensor en el documental Los años de Fierro (2014).
A pesar de ello, Fierro fue sentenciado a la pena de muerte en 1980. Su condena se sustentó únicamente en su propia confesión y en el testimonio de un testigo colaborador de 16 años, Gerardo Olague, quien afirmó que él y César habían planeado robar al conductor del taxi y que, durante el asalto, vio a César apuntar su pistola magnum .357 y “dispararle súbitamente” al conductor por la nuca.
Durante el juicio, la defensa de César Fierro presentó el testimonio de su casero, quien afirmó que César se encontraba en su domicilio la noche del homicidio del taxista. La defensa siempre insistió en que su confesión fue coaccionada y fabricada.
En 1980, cuando Fierro llegó a la Unidad Ellis I, en el condado de Walker, donde desde 1965 hasta 1999 estuvo ubicado el corredor de la muerte de Texas para varones, cuenta que era el único mexicano del pabellón y se sentía solo. Fue ese año y en ese lugar donde comenzaron sus intentos de suicidio.
Luis Lara, quien fue cónsul de protección en Houston entre 2008 y 2013, recuerda en Los años de Fierro que el nivel de castigo en el que se encontraba César se denominaba “suicidal warning” (peligro suicida). Fierro no tenía taza de baño, cama ni sábanas, y lo mantenían desnudo porque podía ahorcarse con cualquier prenda.
En 1994, la defensa de Fierro presentó evidencia que demostraba la colusión entre Medrano y la policía de Ciudad de Juárez para detener a sus familiares con el fin de obligarlo a confesar. Un juez de distrito recomendó que el caso se juzgará nuevamente. Cuando el expediente llegó a la Corte de Apelaciones Criminales, en Texas, el tribunal denegó la repetición del juicio. En una controvertida decisión de cinco votos contra cuatro, la Corte se valió de un tecnicismo legal para concluir que, aunque “existía una alta probabilidad de que la confesión hubiera sido coaccionada”, admitir dicha confesión como evidencia debía considerarse un “error inofensivo” y mantener la sentencia de muerte de Fierro.
A pesar de que la decisión se intentó apelar en tribunales federales de Estados Unidos, tanto el Tribunal de Apelaciones como la Corte Suprema de Justicia se negaron a admitir el caso.
Fierro pasó 20 años en Ellis I hasta que en 1999 fue transferido a la Unidad Polunsky, por una decisión de transferir a los recluidos a una prisión más segura. En este nuevo recinto penitenciario se introdujo el confinamiento solitario y obligatorio para todos los internos sentenciados a muerte.
Fierro estuvo al menos 20 años en soledad en su celda en Polunsky. Durante la entrevista, ve la mesa en la sala de juntas del despacho jurídico donde se encuentra y afirma: “La mesa es grande para la celda”. A los reclusos en el pabellón de la muerte se les mantiene aislados en espacios de aproximadamente de 1.25 metros por cada lado, pasan normalmente 23 horas al día en su celda y solo salen para ducharse y en su hora de esparcimiento solitario.
César sólo podía pasar sus días cantando, haciendo ejercicio o dibujando con las uñas sobre la pared para mantener la cordura. Recuerda que su madre ya no alcanzó a visitarlo en Polunsky, ya que falleció en 1999. “Cuando murió ella se acabó todo. Era mi mejor amiga”, se lamenta. El personal del consulado de México y el abogado que llevaba su caso lo visitaban cada 30 días, recuerda Fierro. Dichos encuentros se llevaban a cabo en un cubículo, separados por un cristal y a través de un teléfono.
“Al verlos se te levanta el ánimo, pero a la vez uno se pone triste, porque era como si fueran a verme por última vez”, hace memoria el excondenado.
En los 41 años que estuvo recluido, recibió más de 14 llamados para recibir la pena de muerte, que en Texas se realiza con la aplicación de la inyección letal desde 1977.
“En el 84 estuve a cuatro horas de que me ejecutaran y es duro. Uno no tiene tiempo de que le dé miedo”, explica sereno Fierro, a miles de kilómetros de distancia de Texas, un Estado que ejecutó a 569 hombres durante las más de cuatro décadas que el mexicano permaneció en el corredor de la muerte, según datos del Departamento de Justicia Criminal, .
Entre 1999 y 2009 vivió una “década de horror” a cargo de los guardias, en la que fue golpeado, rociado con gas pimienta, estrangulado y privado de alimentación, así como despojado de los medicamentos que necesitaba para tratar la depresión y la ansiedad, Los 10 años siguientes, afirma, “fueron mejores”. En ese entonces conoció a Santiago Esteinou, un director de cine que, al enterarse de su caso, decidió realizar un documental sobre su vida.
La suerte o el destino, como él dice, dieron un giro en 2019. Ese año los abogados de César presentaron una nueva apelación ante la Corte de Apelaciones Criminales de Texas, en la que tanto la defensa como la Fiscalía estaban de acuerdo en los términos principales. El primer reclamo cuestionaba la validez y credibilidad del testigo cooperante que denunció a Fierro en 1979, a partir de varios peritajes sobre la escena del crimen realizados entre 2014 y 2019. El segundo argumento fue que las instrucciones que se le dieron al jurado durante el juicio de sentencia de 1979 resultan inconstitucionales a la luz de los estándares jurídicos vigentes, por lo que ese grupo de personas estuvo mal informado al momento de decidir imponer la pena de muerte a Fierro.
Finalmente, la Corte de Apelaciones Criminales de Texas dio por válido el segundo argumento, anuló la sentencia de muerte y fue sentenciado nuevamente a “vida en prisión con posibilidad inmediata para obtener la libertad condicional”, al haber cumplido más de 40 años encerrado. La Junta de Perdones del Estado (Texas Board of Pardons and Paroles) le concedió finalmente la libertad y, sin previo aviso, ni anticipación de ningún tipo, se le trasladó a un centro de detención para migrantes, donde Fierro solicitó voluntariamente su repatriación a México.
Si bien César es hoy un hombre libre, el Estado de Texas se ha negado a repetir su juicio. De este modo, el Estado ha evitado analizar a fondo la inocencia de Fierro y las circunstancias en las que se obtuvo su confesión. “Si no hubiera aceptado, corría el peligro de que me hubieran ejecutado. Tuve que firmar el acuerdo que tuvo la Fiscalía y mi defensa. Es muy difícil que acepten que un mexicano gane un caso allá y de paso le paguen por todo eso”, precisa Fierro.
El 14 de mayo de 2020 los oficiales de migración fueron por Fierro. Le dieron una camisa, un pantalón y lo trasladaron hasta la frontera de Nuevo Laredo, en plena pandemia por la covid-19, y le indicaron que cruzara a México, donde sería un hombre libre.
Encontró a un joven cambiando dólares por pesos. Le pidió usar su teléfono y se le ocurrió llamar a su abogada, quien se asustó al enterarse que se encontraba en México. Se comunicó con el Consulado de Nuevo Laredo para que le fueran a recoger y lo trasladaran a Ciudad de México.
Desde que quedó en libertad, César ha permanecido en la capital, donde ha recibido la acogida y apoyo del equipo de producción que hizo un documental sobre él hace una década. Sin embargo, los últimos años no han sido fáciles. Fierro cuenta que cuando llegó a donde vive, al principio tenía miedo de salir. “Me mira la policía y me palpita fuerte el corazón”, admite.
Ha logrado sostenerse económicamente gracias a la pensión para el bienestar de las personas adultas mayores, que le otorga bimestralmente 6.000 pesos. Adicionalmente cuida de los perros de una amiga y recibe algo adicional por ese servicio cada que se le solicita.
Si bien la CNDH no tiene competencia para pronunciarse sobre las posibles violaciones a derechos humanos cometidas por autoridades de Texas, en su recomendación instó a las autoridades municipales de Ciudad Juárez a realizar un acto de reconocimiento de responsabilidad por los actos de tortura cometidos y que se brinde una disculpa pública a César, así como a tramitar la reparación integral, psicológica, médica y una medida de compensación, por la gravedad de los hechos.
A la fecha, las autoridades municipales de Ciudad Juárez no han dado cumplimiento a la recomendación de la CNDH.
Fierro sabe que el tiempo no regresará. Que no le devolverá su vida y los planes que tenía hace 45 años; o a su hermano o a sus padres, a quienes no pudo velar ni llorar apropiadamente mientras permanecía encerrado. A sus casi 70 años, lo único que espera es tranquilidad y, a pesar de las circunstancias, dice que le gustaría tener una disculpa pública; y espera que el testigo colaborador que lo acusó en 1979 diga la verdad algún día, porque cree que puede reivindicarle y permitirle tener, al menos, “un poco de justicia”.
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A sus 67 años, con la cabeza rapada, con la barba canosa y el semblante de alguien que está aprendiendo a vivir nuevamente, Fierro cuenta su historia desde el despacho jurídico de sus abogados en la colonia de Polanco, en Ciudad de México.
Hace 45 años lo acusaron y condenaron por un crimen que no cometió. En marzo de 2024, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) denunció graves violaciones a los derechos humanos de César Fierro, por actos de tortura cometidos por las autoridades municipales de Ciudad Juárez, por los cuales se vio obligado a aceptar la comisión de un homicidio en Estados Unidos y fue sentenciado a la pena capital en ese país, donde permaneció 41 años en prisión y completamente aislado.
Desde 2020, Fierro ha estado trabajando junto al cineasta Santiago Esteinou en una continuación del documental Los años de Fierro (2014), que retrata las peripecias que tuvo que atravesar mientras estuvo condenado a muerte en Texas. Con motivo de esta nueva producción, titulada La Libertad de Fierro —que tuvo su estreno internacional en el Festival de Cine de Toronto y que ahora se estrena en México en el certamen cinematográfico de Morelia—, el protagonista relata a EL PAÍS la corrupción, la burocracia y los abusos policiales que soportó durante su tiempo en prisión.
Todo comenzó el 27 de febrero de 1979, cuando agentes de la Patrulla Fronteriza descubrieron el cuerpo sin vida de un taxista en un parque de El Paso, cerca de la frontera con México. Las autoridades concluyeron que Nicolás Castañón, la víctima, había sido asesinado a tiros y, cuatro días después, la policía arrestó a dos sospechosos. Ambos fueron puestos en libertad a los pocos días. La investigación no avanzó durante los siguientes cinco meses.
El 12 de mayo de 1979 era un sábado en El Paso y Fierro iba de visita a la cárcel del condado donde Sergio, su hermano, se encontraba encarcelado. Entró a la prisión, lo encerraron y ya no lo dejaron salir. Lo detuvieron, recuerda, por posesión de drogas. Lo encerraron en una celda y lo registraron, pero no encontraron nada. Sin explicarle los cargos y sin acceso a un abogado, lo retuvieron hasta el 1 de agosto.
Torturas
Ese día, César recibió la noticia de que sería trasladado y presentado ante una corte para determinar sus cargos y estatus legal. Sin embargo, en lugar del juzgado, fue llevado al departamento de policía de El Paso, donde el detective Al Medrano y otros oficiales le acusaron del homicidio del taxista. “Simplemente llegué y me dieron un puñetazo en los testículos y me caí de rodillas”, recuerda Fierro.
Fue entonces que le dijeron que iba a firmar una confesión. Lo golpearon tres veces más en el mismo sitio y lo pusieron al teléfono con Jorge Palacios, policía municipal de Ciudad Juárez, quien según una investigación realizada en 2021 por la CNDH, era integrante de la Brigada Blanca, un grupo policiaco-paramilitar de la extinta Dirección Federal de Seguridad del Gobierno de México que existió entre 1976 y 1985, y “tenía antecedentes de haber cometido actos de tortura para obtener confesiones”, así como en la guerra sucia.
A través del auricular, Palacios, según Fierro, le dijo que su madre estaba detenida en Ciudad Juárez junto a su padrastro, y que si no confesaba la iban a “chicharrear”, que significaba torturar mediante toques eléctricos en . “Les dije que sí, que sí iba a firmar la confesión y ahí la fabricaron. Yo ni sabía que me iban a sentenciar a muerte”, afirma Fierro, ahora un hombre casi septuagenario, desde la oficina de su defensa en Ciudad de México.
Según Richard H. Burr, abogado que representó a Fierro durante más de 30 años y hasta su liberación, no existen pruebas físicas que lo vinculen con el crimen del taxista. “No hubo evidencia forense; sus huellas digitales no se encontraron en el lugar, ni se encontró sangre en él o en su ropa”, afirma el defensor en el documental Los años de Fierro (2014).
A pesar de ello, Fierro fue sentenciado a la pena de muerte en 1980. Su condena se sustentó únicamente en su propia confesión y en el testimonio de un testigo colaborador de 16 años, Gerardo Olague, quien afirmó que él y César habían planeado robar al conductor del taxi y que, durante el asalto, vio a César apuntar su pistola magnum .357 y “dispararle súbitamente” al conductor por la nuca.
Durante el juicio, la defensa de César Fierro presentó el testimonio de su casero, quien afirmó que César se encontraba en su domicilio la noche del homicidio del taxista. La defensa siempre insistió en que su confesión fue coaccionada y fabricada.
Intentos de suicidio
En 1980, cuando Fierro llegó a la Unidad Ellis I, en el condado de Walker, donde desde 1965 hasta 1999 estuvo ubicado el corredor de la muerte de Texas para varones, cuenta que era el único mexicano del pabellón y se sentía solo. Fue ese año y en ese lugar donde comenzaron sus intentos de suicidio.
Luis Lara, quien fue cónsul de protección en Houston entre 2008 y 2013, recuerda en Los años de Fierro que el nivel de castigo en el que se encontraba César se denominaba “suicidal warning” (peligro suicida). Fierro no tenía taza de baño, cama ni sábanas, y lo mantenían desnudo porque podía ahorcarse con cualquier prenda.
En 1994, la defensa de Fierro presentó evidencia que demostraba la colusión entre Medrano y la policía de Ciudad de Juárez para detener a sus familiares con el fin de obligarlo a confesar. Un juez de distrito recomendó que el caso se juzgará nuevamente. Cuando el expediente llegó a la Corte de Apelaciones Criminales, en Texas, el tribunal denegó la repetición del juicio. En una controvertida decisión de cinco votos contra cuatro, la Corte se valió de un tecnicismo legal para concluir que, aunque “existía una alta probabilidad de que la confesión hubiera sido coaccionada”, admitir dicha confesión como evidencia debía considerarse un “error inofensivo” y mantener la sentencia de muerte de Fierro.
A pesar de que la decisión se intentó apelar en tribunales federales de Estados Unidos, tanto el Tribunal de Apelaciones como la Corte Suprema de Justicia se negaron a admitir el caso.
Fierro pasó 20 años en Ellis I hasta que en 1999 fue transferido a la Unidad Polunsky, por una decisión de transferir a los recluidos a una prisión más segura. En este nuevo recinto penitenciario se introdujo el confinamiento solitario y obligatorio para todos los internos sentenciados a muerte.
Dibujar con las uñas en la pared para no volverse loco
Fierro estuvo al menos 20 años en soledad en su celda en Polunsky. Durante la entrevista, ve la mesa en la sala de juntas del despacho jurídico donde se encuentra y afirma: “La mesa es grande para la celda”. A los reclusos en el pabellón de la muerte se les mantiene aislados en espacios de aproximadamente de 1.25 metros por cada lado, pasan normalmente 23 horas al día en su celda y solo salen para ducharse y en su hora de esparcimiento solitario.
César sólo podía pasar sus días cantando, haciendo ejercicio o dibujando con las uñas sobre la pared para mantener la cordura. Recuerda que su madre ya no alcanzó a visitarlo en Polunsky, ya que falleció en 1999. “Cuando murió ella se acabó todo. Era mi mejor amiga”, se lamenta. El personal del consulado de México y el abogado que llevaba su caso lo visitaban cada 30 días, recuerda Fierro. Dichos encuentros se llevaban a cabo en un cubículo, separados por un cristal y a través de un teléfono.
“Al verlos se te levanta el ánimo, pero a la vez uno se pone triste, porque era como si fueran a verme por última vez”, hace memoria el excondenado.
En los 41 años que estuvo recluido, recibió más de 14 llamados para recibir la pena de muerte, que en Texas se realiza con la aplicación de la inyección letal desde 1977.
“En el 84 estuve a cuatro horas de que me ejecutaran y es duro. Uno no tiene tiempo de que le dé miedo”, explica sereno Fierro, a miles de kilómetros de distancia de Texas, un Estado que ejecutó a 569 hombres durante las más de cuatro décadas que el mexicano permaneció en el corredor de la muerte, según datos del Departamento de Justicia Criminal, .
Entre 1999 y 2009 vivió una “década de horror” a cargo de los guardias, en la que fue golpeado, rociado con gas pimienta, estrangulado y privado de alimentación, así como despojado de los medicamentos que necesitaba para tratar la depresión y la ansiedad, Los 10 años siguientes, afirma, “fueron mejores”. En ese entonces conoció a Santiago Esteinou, un director de cine que, al enterarse de su caso, decidió realizar un documental sobre su vida.
Una nueva vida
La suerte o el destino, como él dice, dieron un giro en 2019. Ese año los abogados de César presentaron una nueva apelación ante la Corte de Apelaciones Criminales de Texas, en la que tanto la defensa como la Fiscalía estaban de acuerdo en los términos principales. El primer reclamo cuestionaba la validez y credibilidad del testigo cooperante que denunció a Fierro en 1979, a partir de varios peritajes sobre la escena del crimen realizados entre 2014 y 2019. El segundo argumento fue que las instrucciones que se le dieron al jurado durante el juicio de sentencia de 1979 resultan inconstitucionales a la luz de los estándares jurídicos vigentes, por lo que ese grupo de personas estuvo mal informado al momento de decidir imponer la pena de muerte a Fierro.
Finalmente, la Corte de Apelaciones Criminales de Texas dio por válido el segundo argumento, anuló la sentencia de muerte y fue sentenciado nuevamente a “vida en prisión con posibilidad inmediata para obtener la libertad condicional”, al haber cumplido más de 40 años encerrado. La Junta de Perdones del Estado (Texas Board of Pardons and Paroles) le concedió finalmente la libertad y, sin previo aviso, ni anticipación de ningún tipo, se le trasladó a un centro de detención para migrantes, donde Fierro solicitó voluntariamente su repatriación a México.
Si bien César es hoy un hombre libre, el Estado de Texas se ha negado a repetir su juicio. De este modo, el Estado ha evitado analizar a fondo la inocencia de Fierro y las circunstancias en las que se obtuvo su confesión. “Si no hubiera aceptado, corría el peligro de que me hubieran ejecutado. Tuve que firmar el acuerdo que tuvo la Fiscalía y mi defensa. Es muy difícil que acepten que un mexicano gane un caso allá y de paso le paguen por todo eso”, precisa Fierro.
El 14 de mayo de 2020 los oficiales de migración fueron por Fierro. Le dieron una camisa, un pantalón y lo trasladaron hasta la frontera de Nuevo Laredo, en plena pandemia por la covid-19, y le indicaron que cruzara a México, donde sería un hombre libre.
Encontró a un joven cambiando dólares por pesos. Le pidió usar su teléfono y se le ocurrió llamar a su abogada, quien se asustó al enterarse que se encontraba en México. Se comunicó con el Consulado de Nuevo Laredo para que le fueran a recoger y lo trasladaran a Ciudad de México.
Desde que quedó en libertad, César ha permanecido en la capital, donde ha recibido la acogida y apoyo del equipo de producción que hizo un documental sobre él hace una década. Sin embargo, los últimos años no han sido fáciles. Fierro cuenta que cuando llegó a donde vive, al principio tenía miedo de salir. “Me mira la policía y me palpita fuerte el corazón”, admite.
Ha logrado sostenerse económicamente gracias a la pensión para el bienestar de las personas adultas mayores, que le otorga bimestralmente 6.000 pesos. Adicionalmente cuida de los perros de una amiga y recibe algo adicional por ese servicio cada que se le solicita.
Si bien la CNDH no tiene competencia para pronunciarse sobre las posibles violaciones a derechos humanos cometidas por autoridades de Texas, en su recomendación instó a las autoridades municipales de Ciudad Juárez a realizar un acto de reconocimiento de responsabilidad por los actos de tortura cometidos y que se brinde una disculpa pública a César, así como a tramitar la reparación integral, psicológica, médica y una medida de compensación, por la gravedad de los hechos.
A la fecha, las autoridades municipales de Ciudad Juárez no han dado cumplimiento a la recomendación de la CNDH.
Fierro sabe que el tiempo no regresará. Que no le devolverá su vida y los planes que tenía hace 45 años; o a su hermano o a sus padres, a quienes no pudo velar ni llorar apropiadamente mientras permanecía encerrado. A sus casi 70 años, lo único que espera es tranquilidad y, a pesar de las circunstancias, dice que le gustaría tener una disculpa pública; y espera que el testigo colaborador que lo acusó en 1979 diga la verdad algún día, porque cree que puede reivindicarle y permitirle tener, al menos, “un poco de justicia”.
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