‘Cerrar los ojos’: inmune a esta poética de Víctor Erice

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27 Sep 2024
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Se utiliza con entusiasmo selectivo y primoroso el término películas de culto, directores de culto, escritores de culto, artistas de culto. Yo he sentido desde pequeño alergia al culto. Será porque lo relaciono con las iglesias, las religiones, los dioses, la adoración, los actos de fe. Se supone que en el mundo de la cultura implica crear obras que están más allá del bien y del mal, intocables, intemporales, reverenciadas. Y se aplica como un eterno mantra al cine que ha realizado Víctor Erice. Qué pesado debe de ser que las expectativas ante su última y muy demorada criatura tengan que ser masivamente las que corresponden al cine de culto.

Y, por supuesto, como todo el mundo, me sentí intrigado, fascinado, emocionado con algo auténticamente poético titulado El espíritu de la colmena y hace mucho tiempo que no he vuelto a revisar El sur, pero siguen incrustadas en mi agradecida memoria la secuencia en la que el padre baila con la niña durante su primera comunión y la conversación nocturna entre la cría y Rafaela Aparicio. Pero no me trasmitieron encanto de ningún tipo el insufrible mediometraje que Erice integró en Los desafíos, ni su dormitivo experimento en El sol del membrillo, ni algún cortometraje suyo que he padecido. O sea, que he disfrutado a veces de su original, potente, lírico y transparente talento y en otras solo he percibido vacuidad con exageradas pretensiones de arte.

Consecuentemente, como tantos cinéfilos, aunque sin vestirme de parroquiano o de sacristán ante la última misa que va a celebrar el gran sacerdote, me acerco con razonada ilusión a Cerrar los ojos, cuarto largometraje de alguien insólito en variados sentidos. El arranque es enigmático. Un millonario judío, gravemente enfermo y atrincherado en su soledad le encarga a un hombre que busque y encuentre a su hija. Esta intriga detectivesca, con aroma teatral, pero supuestamente real, corresponde al rodaje de una película que nunca se terminará, ya que el actor que la protagoniza desaparece y nadie puede encontrar su pista. A lo largo de tres horas, que se me hacen tan largas como nada exultantes, el director de aquella película, antiguo e íntimo amigo del desaparecido, alguien que se niega a admitir que aquel hombre autodestructivo se suicidara o fuera asesinado por encargo de un marido cornudo, se empeñará en buscar su rastro, recurriendo a la hija de aquel, a un amor común de ambos, a un programa de televisión especializado en la búsqueda de gente desaparecida, a un amigo común e individuo entre pintoresco y resignado que encarna el amor ancestral y el mimo hacia una forma de concebir el cine y sus esencias que ya está agonizando, a una residencia de monjas que cuida a ancianos y a gente muy perdida, a un neurólogo (en una secuencia desechable) y a no sé cuántos personajes más. Ninguno de ellos me apasiona.

Se supone que el material dramático que maneja el creador tiene poso y capacidad para transmitir emoción. Pretende hablar de gente devastada por la vida y de supervivencias dolorosas, de soledades, de recuerdos lacerantes, de reencuentros con los viejos amores, de cositas simbólicas que caben en una cajita, pero que han marcado la existencia, de refugios provisionales cuando todo ha sido ruina, de gente íntimamente herida. Pero no hay forma de que eso me haga vibrar. Tampoco esa parte final, que algunos espectadores que se habían sentido tibios o distanciados hasta entonces me aseguran que les empapa de calor, humanidad, comprensión, de esas sensaciones tan agradecibles. Yo, todo el rato en plan témpano. El problema tal vez sea mío y no de la exquisita sensibilidad, la capacidad narrativa y la lírica de su muy distinguido autor. Pero soy incapaz de sentir nada grato. Tampoco me irrito demasiado. No sé qué es peor, si la indiferencia o el encabronamiento.

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