Cazando moscas

Registrado
27 Sep 2024
Mensajes
60
1486277861-U16120030560feH-1200x630@diario_abc.jpg

Algún día, ya lo veréis, abrirán nuestro cerebro, forrado de musgo seco, y descubrirán canalillos secretos no diseñados por Dios, sino por esa legión de telecos que han convertido los móviles en los nuevos prescriptores de nuestra identidad. Estamos a punto de dejar de ser el resultado de lo que leemos, aprendemos, conversamos o elegimos porque ya no hacemos casi nada de eso sin la mediación del dispositivo de bolsillo que dirige nuestras vidas . De hecho, identificarlo como teléfono empieza a ser una incorrección semántica porque rara vez lo utilizamos para escuchar a distancia las voces de nuestros interlocutores. Ahora nos sirve para leer y escribir un idioma nuevo plagado de abreviaturas, acrónimos, atajos y aberraciones ortográficas, para compartir emojis y emoticonos –que comenzaron siendo caras dibujadas que representaban emociones humanas y se han convertido en recursos ilimitados para comunicarse sin tener que escribir una sola palabra–, y para vadear las lagunas de nuestra desmemoria o, la mayoría de las veces, de nuestra ignorancia. Estoy de acuerdo en que el neologismo que mejor engloba todas esas actividades es el verbo 'chatear'. Y hay, 'grosso modo', cuatro modos de conjugarlo: de forma bilateral, en grupos restringidos, en grupos abiertos o en el territorio asilvestrado de la inteligencia artificial. El denominador común de los cuatro es que la pulsión que los activa suele ser la ansiedad. Admitámoslo: intercambiamos mensajes compulsivamente con nuestros amigos pero somos incapaces de mantener con ellos una conversación sosegada cara a cara. Pertenecemos a un número inabarcable de grupos de WhatsApp porque el miedo a estar perdiéndonos cosas importantes en el pequeño mundo que nos rodea nos produce una intranquilidad insufrible. Abrimos al público el acceso a perfiles personales porque somos víctimas de la necesidad sociológica de exponer de manera obscena (es decir, sin pudor) nuestros sentimientos. Nos gusta alardear de la dicha o exhibir el desconsuelo porque el valor de la intimidad ha ido cayendo en desuso. Interactuamos frenéticamente con los respondedores que bajan de la nube porque sentimos la perentoria necesidad de verificar datos –nombres, fechas o títulos– como si en ello nos fuera la vida. Si yo fuera psiquiatra prescribiría a todos mis pacientes que mandaran su móvil a hacer puñetas. Ya sé que es altamente probable que tuviera que cerrar el negocio por falta de clientela, pero también estoy convencido de que los pocos pacientes que me hicieran caso reducirían drásticamente su dependencia de los ansiolíticos. Me enteré leyendo el ensayo de Rubén Amón 'Tenemos que hablar' –cuya lectura ya he recomendado en artículos anteriores– que según algunos reputados psicólogos norteamericanos los teléfonos inteligentes están destruyendo la socialización y maduración de la especie humana. Algunos sostienen que están provocando una epidemia de salud mental y fragilidad emocional especialmente visible en las generaciones que han crecido con un móvil en la mano. Ya no hay risas compartidas, ni abrazos, ni peleas. Se ha terminado el contacto personal. Todo lo que queda de la socialización es la información que nos llega a través de las pantallas de los dispositivos electrónicos. Pincho de tortilla y caña a que, si seguimos así, muy pronto acabaremos todos cazando moscas.

 

Miembros conectados

No hay miembros conectados.
Atrás
Arriba