larry.stamm
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Pocos cuadros han alcanzado tanto la categoría de icónicos como los más famosos del pintor romántico alemán Caspar David Friedrich (Greifswald, 1774-Dresde, 1840). Las imágenes del hombre de espaldas y con levita contemplando el paisaje desde una cima (El caminante sobre el mar de nubes), del barco atrapado por la desoladora banquisa del Ártico (El mar de hielo), tan terrible que en su tiempo nadie se atrevió a comprarlo, o de las sombrías ruinas góticas rodeadas de lúgubres árboles (Abadía en el robledal), entre otras, son inmediatamente reconocibles, han aparecido en pósteres e ilustraciones de las más diversas producciones (desde la portada de una edición de Así hablo Zaratustra, de Nietzsche, o de un relato sobre exploraciones polares, hasta un disco de Deutsche Grammophon de los Cuartetos vocales de Schubert) y han influido poderosamente en el imaginario colectivo moderno. En su ensayo de referencia sobre el romanticismo (Alianza, 1984), Hugh Honor se refirió a la cualidad “casi alucinatoria” de los paisajes de Friedrich, que los dotó de un misterio y una extraña intimidad de una fuerza conmovedora. Se ha hablado mucho del aura sublime y de los abismos del alma de unos cuadros que producen un efecto visionario y suscitan un estado anímico de “nostalgia de lo inalcanzable” (Honor).
Ahora, en coincidencia con el 250º aniversario del nacimiento del artista, acaba de aparecer en castellano un libro de 2023 que escudriña en la vida y la creación del pelirrojo pintor pomerano de pobladas patillas y mirada intensa (como lo muestra el célebre retrato de su colega Gerhard von Kügelgen) y permite adentrarse de manera especial en la significación del artista para la contemporaneidad. Se trata de La magia del silencio (Salamandra), un apasionante ensayo del historiador del arte alemán Florian Illies, de 53 años, que explora sensacionalmente, en un gran banquete cultural, no solo el trasfondo de la personalidad y la creación de Friedrich, sino la amplia red de conexiones de su obra, que incluye algunas tan inesperadas como con Nefertiti (sus cuadros compartieron refugio con el busto, y durante el descubrimiento de este en Egipto estuvo presente una de las mayores coleccionistas de friedrichs, la princesa Matilde de Sajonia), Nosferatu (Murnau se inspiró en los cuadros del pintor para su filme sobre el vampiro) o Bambi (Walt Disney recogió la influencia del pintor en Felix Salten, autor del cuento, y la incorporó a su película del cervatillo).
Illies, del que ya publicó Salamandra 1913, sobre las vísperas de la I Guerra Mundial, explica en su libro, de gran éxito en su país, la compleja relación del pintor con Goethe (al que Friedrich admiraba, pero no era correspondido, pues el poeta lo tenía por una figura de lo irracional), la inspiración que supuso uno de sus cuadros para Esperando a Godot, de Samuel Beckett; la influencia que pudo tener otro (Monje en la orilla del mar) en el suicidio del escritor Heinrich von Kleist, o las opiniones que ha suscitado su obra a Thomas Mann, a Jünger o a Sloterdijk. O la perplejidad que provocaba Caspar David Friedrich en Adolf Hitler, que, pese a tener debilidad por el arte romántico alemán y que algunas obras de Friedrich le recordaran las vistas desde la terraza de su refugio alpino del Berghof, no seleccionó ninguna pintura del artista para su proyectado Führermuseum de Linz, que debía albergar lo más granado (a su muy pardo y sesgado juicio) del arte alemán. Y es que los cuadros de Friedrich no te ponen en el mejor estado de ánimo para invadir Polonia.
“Más de la mitad de los cuadros que pintó Friedrich, de los que hay documentados unos 400, han desaparecido, quedan unos 160 o 180″, explica Illies mientras accedemos por un ascensor interno a la sala del pintor en la Alte Nationalgalerie (Antigua Galería Nacional), la gran pinacoteca en la isla de los museos de Berlín. “Durante 200 años tras su muerte, después del breve periodo de relativa fama que disfrutó en vida, cayó en el olvido, no interesaba a nadie, y luego sus obras se fueron redescubriendo de otra manera, en un fenómeno insólito”, añade, recordando que Friedrich no firmaba sus cuadros. El ensayo La magia del silencio se divide en cuatro apartados, titulado cada uno por un elemento de la naturaleza que, señala Illies, ferviente lector de Gaston Bachelard, marca la pintura de Friedrich: fuego, agua, tierra y aire. Varios incendios, de los que informa el autor, contribuyeron dramáticamente a mermar las existencias de obras del artista. Las llamas consumieron en 1901 nueve de los más personales al quemarse la que había sido su casa. El museo berlinés posee una quincena de friedrichs, pero ahora, con los préstamos para exposiciones del aniversario, en su sala se exhiben una decena, acompañados por cuadros de su contemporáneo Karl Friedrich Schinkel.
Es ingresar en la sala y sentir la intensa perturbación que producen pinturas tan conmovedoras como Abadía en el robledal y, junto a ella, formando una pareja que quita el hipo, Monje en la orilla del mar. Se ha querido ver en el primero el entierro del monje del segundo. Hace más impresionante la visita el que se encuentre en la sala, emitiendo gemidos y risas, un hombre con una profunda discapacidad intelectual que parece percibir en los cuadros algo que los demás no vemos. Illies señala El árbol solitario, que inspiró un poema a Rilke, y ante Hombre y mujer contemplando la Luna recuerda que Beckett vio una primera versión en 1937 que le llevó a crear a Vladimir y Estragon; años después se dio cuenta de que en el cuadro de Berlín los retratados no eran dos hombres.
Duda Illies al preguntarle por su cuadro favorito de la galería. Pero se acaba inclinando por Monje a la orilla del mar, “el Big Bang del Romanticismo”, un cuadro incluso más enigmático, con su figurita diminuta en el borde de un mar negro, que el resto de friedrichs. Federico Guillermo IV tenía ese cuadro a la vista todos los días como terapia, Jünger se identificaba con el monje “en el límite del no ser”, mientras que Peter Sloterdijk ha considerado la pintura “la primera imagen de la disolución del sujeto en la sustancia”. Illies comenta que es un cuadro con un secreto, y “la imagen de una persona desesperada que duda, que busca a Dios al margen de la civilización y no lo encuentra, solo olas y nubes”. El monje no ve que por encima el cielo se abre y muestra una tonalidad azul. “Él está desesperado, pero nosotros vemos que hay esperanza”. Y se acerca para mostrar el pentimento de varios barcos de los que se aprecian aún tenues mástiles fantasmagóricos. Luego cuenta las minúsculas gaviotas, establece que son 19, y recuerda el interés de Friedrich, que fue criador de canarios, por los pájaros.
Al comentarle lo de la portada del disco de Schubert con el vecino Abadía en el robredal, revela la coincidencia de que precisamente este fin de semana hicieron una lectura de su libro con canciones del compositor.
Illies aborda en su libro la relación de la obra de Friedrich con los nazis. “En realidad, los nazis amaban otro tipo de arte más fácil y doméstico, y, como a Hitler, los cuadros de Friedrich les decepcionaban, no parecía pasar nada, las pinturas mostraban una incomprensible obsesión por las nubes”.
Sobre la calidad de Friedrich, el escritor, con la mirada adiestrada durante ocho años en una casa de subastas —”la mejor escuela”—, dice que los buenos son excepcionales y muy por encima de todo el arte alemán del siglo XIX, aunque él no ha querido hacer una hagiografía del pintor y reconoce que tiene cuadros mediocres. “Pero siete u ocho de sus cuadros se pueden colocar entre los 200 más importantes pintados nunca en Alemania”. Le interesa mucho la forma en que el gusto ha ido evolucionando y el cambio tan marcado que se ha producido en torno al arte de Friedrich. “Es una fantástica paradoja, el mejor pintor del XIX se convirtió en un desconocido hasta que a partir de 1906 empieza su redescubrimiento”. A la cuestión de por qué importa hoy Friedrich, responde reflexionando si no será por lo mismo que sus coetáneos no lo entendían. “Sus cuadros no denotan, no lanzan ningún mensaje ni contienen una narración. En su arte no se expresa un motivo. Y por eso cada uno puede hoy hallar en sus paisajes emociones, pensamientos o esperanzas propias, puede perderse y encontrarse en esos lugares que, aunque lo parezcan, no son realistas”. Se ha señalado —e Illies lo recoge— que el escalofriante El mar de hielo pudo inspirarse en la terrible experiencia de Friedrich de caer al agua helada del Elba a los 13 años y ser rescatado in extremis por su hermano un año más joven, Johann Christoffer, que murió a resultas del accidente.
¿Lo sublime? “El centro del arte de Friedrich es el mundo de la creación de Dios. Pero él buscaba un lenguaje indirecto. Cargaba la naturaleza y sobre todo los cielos de un elemento de contacto entre el hombre y Dios. Era creyente, pero con dudas. Hay muchas capas en lo que expresa. Lo mágico es que tenemos a un pintor con una profunda fe cristiana que termina siendo el artista de un mundo sin casi creyentes. Una figura que puede despertar anhelos y enviar un mensaje trascendental a un mundo como el nuestro. O proporcionar un modelo para retratos en Instagram”.
Illies, que prepara un nuevo libro, sobre el año 1933 y la familia Mann, admite que el interés que mostraron los nazis por Friedrich —a los soldados del Tercer Reich se les regalaba un librito sobre él— ha perjudicado al pintor. “No tiene ningún mensaje predefinido y eso abre su pintura también para un mal uso. Pero su patriotismo procede de un contexto muy diferente al nazi, de la invasión de Napoleón (al que pudo ver un día en Krippen), a la que se oponía como patriota alemán y que ligaba con la conquista romana y la resistencia de Arminio y los queruscos. Su pintura apela a las raíces alemanas, las montañas, los árboles, el Báltico, pero es una germanidad distinta. Hitler, a pesar de Goebbels o de Leni Riefenstahl (gran admiradora de Mañana en las montañas de los Gigantes), que lo valoraban, o a haber colaborado personalmente para la compra de uno de sus cuadros, una vista del monte Watzmann, para la Galería Nacional, lo percibió: notó instintivamente que no era un artista del que pudiera apropiarse, demasiado complejo, con demasiadas capas. Y le cargaba su melancolía, como a Goethe”. La extrema derecha alemana actual, dice, sigue tan perpleja como el Führer con Friedrich. “No tienen ninguna relación con él, entre otras cosas, no se lo puede celebrar en ningún sitio real, porque en realidad todos sus paisajes son inventados”. Curiosamente, añade, la RDA tuvo un romance con Friedrich, por algo tan fortuito como que el pintor siempre vivió en territorios que formaron luego parte de Alemania Oriental.
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Ahora, en coincidencia con el 250º aniversario del nacimiento del artista, acaba de aparecer en castellano un libro de 2023 que escudriña en la vida y la creación del pelirrojo pintor pomerano de pobladas patillas y mirada intensa (como lo muestra el célebre retrato de su colega Gerhard von Kügelgen) y permite adentrarse de manera especial en la significación del artista para la contemporaneidad. Se trata de La magia del silencio (Salamandra), un apasionante ensayo del historiador del arte alemán Florian Illies, de 53 años, que explora sensacionalmente, en un gran banquete cultural, no solo el trasfondo de la personalidad y la creación de Friedrich, sino la amplia red de conexiones de su obra, que incluye algunas tan inesperadas como con Nefertiti (sus cuadros compartieron refugio con el busto, y durante el descubrimiento de este en Egipto estuvo presente una de las mayores coleccionistas de friedrichs, la princesa Matilde de Sajonia), Nosferatu (Murnau se inspiró en los cuadros del pintor para su filme sobre el vampiro) o Bambi (Walt Disney recogió la influencia del pintor en Felix Salten, autor del cuento, y la incorporó a su película del cervatillo).
Illies, del que ya publicó Salamandra 1913, sobre las vísperas de la I Guerra Mundial, explica en su libro, de gran éxito en su país, la compleja relación del pintor con Goethe (al que Friedrich admiraba, pero no era correspondido, pues el poeta lo tenía por una figura de lo irracional), la inspiración que supuso uno de sus cuadros para Esperando a Godot, de Samuel Beckett; la influencia que pudo tener otro (Monje en la orilla del mar) en el suicidio del escritor Heinrich von Kleist, o las opiniones que ha suscitado su obra a Thomas Mann, a Jünger o a Sloterdijk. O la perplejidad que provocaba Caspar David Friedrich en Adolf Hitler, que, pese a tener debilidad por el arte romántico alemán y que algunas obras de Friedrich le recordaran las vistas desde la terraza de su refugio alpino del Berghof, no seleccionó ninguna pintura del artista para su proyectado Führermuseum de Linz, que debía albergar lo más granado (a su muy pardo y sesgado juicio) del arte alemán. Y es que los cuadros de Friedrich no te ponen en el mejor estado de ánimo para invadir Polonia.
“Más de la mitad de los cuadros que pintó Friedrich, de los que hay documentados unos 400, han desaparecido, quedan unos 160 o 180″, explica Illies mientras accedemos por un ascensor interno a la sala del pintor en la Alte Nationalgalerie (Antigua Galería Nacional), la gran pinacoteca en la isla de los museos de Berlín. “Durante 200 años tras su muerte, después del breve periodo de relativa fama que disfrutó en vida, cayó en el olvido, no interesaba a nadie, y luego sus obras se fueron redescubriendo de otra manera, en un fenómeno insólito”, añade, recordando que Friedrich no firmaba sus cuadros. El ensayo La magia del silencio se divide en cuatro apartados, titulado cada uno por un elemento de la naturaleza que, señala Illies, ferviente lector de Gaston Bachelard, marca la pintura de Friedrich: fuego, agua, tierra y aire. Varios incendios, de los que informa el autor, contribuyeron dramáticamente a mermar las existencias de obras del artista. Las llamas consumieron en 1901 nueve de los más personales al quemarse la que había sido su casa. El museo berlinés posee una quincena de friedrichs, pero ahora, con los préstamos para exposiciones del aniversario, en su sala se exhiben una decena, acompañados por cuadros de su contemporáneo Karl Friedrich Schinkel.
Es ingresar en la sala y sentir la intensa perturbación que producen pinturas tan conmovedoras como Abadía en el robledal y, junto a ella, formando una pareja que quita el hipo, Monje en la orilla del mar. Se ha querido ver en el primero el entierro del monje del segundo. Hace más impresionante la visita el que se encuentre en la sala, emitiendo gemidos y risas, un hombre con una profunda discapacidad intelectual que parece percibir en los cuadros algo que los demás no vemos. Illies señala El árbol solitario, que inspiró un poema a Rilke, y ante Hombre y mujer contemplando la Luna recuerda que Beckett vio una primera versión en 1937 que le llevó a crear a Vladimir y Estragon; años después se dio cuenta de que en el cuadro de Berlín los retratados no eran dos hombres.
Duda Illies al preguntarle por su cuadro favorito de la galería. Pero se acaba inclinando por Monje a la orilla del mar, “el Big Bang del Romanticismo”, un cuadro incluso más enigmático, con su figurita diminuta en el borde de un mar negro, que el resto de friedrichs. Federico Guillermo IV tenía ese cuadro a la vista todos los días como terapia, Jünger se identificaba con el monje “en el límite del no ser”, mientras que Peter Sloterdijk ha considerado la pintura “la primera imagen de la disolución del sujeto en la sustancia”. Illies comenta que es un cuadro con un secreto, y “la imagen de una persona desesperada que duda, que busca a Dios al margen de la civilización y no lo encuentra, solo olas y nubes”. El monje no ve que por encima el cielo se abre y muestra una tonalidad azul. “Él está desesperado, pero nosotros vemos que hay esperanza”. Y se acerca para mostrar el pentimento de varios barcos de los que se aprecian aún tenues mástiles fantasmagóricos. Luego cuenta las minúsculas gaviotas, establece que son 19, y recuerda el interés de Friedrich, que fue criador de canarios, por los pájaros.
Al comentarle lo de la portada del disco de Schubert con el vecino Abadía en el robredal, revela la coincidencia de que precisamente este fin de semana hicieron una lectura de su libro con canciones del compositor.
Illies aborda en su libro la relación de la obra de Friedrich con los nazis. “En realidad, los nazis amaban otro tipo de arte más fácil y doméstico, y, como a Hitler, los cuadros de Friedrich les decepcionaban, no parecía pasar nada, las pinturas mostraban una incomprensible obsesión por las nubes”.
Sobre la calidad de Friedrich, el escritor, con la mirada adiestrada durante ocho años en una casa de subastas —”la mejor escuela”—, dice que los buenos son excepcionales y muy por encima de todo el arte alemán del siglo XIX, aunque él no ha querido hacer una hagiografía del pintor y reconoce que tiene cuadros mediocres. “Pero siete u ocho de sus cuadros se pueden colocar entre los 200 más importantes pintados nunca en Alemania”. Le interesa mucho la forma en que el gusto ha ido evolucionando y el cambio tan marcado que se ha producido en torno al arte de Friedrich. “Es una fantástica paradoja, el mejor pintor del XIX se convirtió en un desconocido hasta que a partir de 1906 empieza su redescubrimiento”. A la cuestión de por qué importa hoy Friedrich, responde reflexionando si no será por lo mismo que sus coetáneos no lo entendían. “Sus cuadros no denotan, no lanzan ningún mensaje ni contienen una narración. En su arte no se expresa un motivo. Y por eso cada uno puede hoy hallar en sus paisajes emociones, pensamientos o esperanzas propias, puede perderse y encontrarse en esos lugares que, aunque lo parezcan, no son realistas”. Se ha señalado —e Illies lo recoge— que el escalofriante El mar de hielo pudo inspirarse en la terrible experiencia de Friedrich de caer al agua helada del Elba a los 13 años y ser rescatado in extremis por su hermano un año más joven, Johann Christoffer, que murió a resultas del accidente.
¿Lo sublime? “El centro del arte de Friedrich es el mundo de la creación de Dios. Pero él buscaba un lenguaje indirecto. Cargaba la naturaleza y sobre todo los cielos de un elemento de contacto entre el hombre y Dios. Era creyente, pero con dudas. Hay muchas capas en lo que expresa. Lo mágico es que tenemos a un pintor con una profunda fe cristiana que termina siendo el artista de un mundo sin casi creyentes. Una figura que puede despertar anhelos y enviar un mensaje trascendental a un mundo como el nuestro. O proporcionar un modelo para retratos en Instagram”.
Illies, que prepara un nuevo libro, sobre el año 1933 y la familia Mann, admite que el interés que mostraron los nazis por Friedrich —a los soldados del Tercer Reich se les regalaba un librito sobre él— ha perjudicado al pintor. “No tiene ningún mensaje predefinido y eso abre su pintura también para un mal uso. Pero su patriotismo procede de un contexto muy diferente al nazi, de la invasión de Napoleón (al que pudo ver un día en Krippen), a la que se oponía como patriota alemán y que ligaba con la conquista romana y la resistencia de Arminio y los queruscos. Su pintura apela a las raíces alemanas, las montañas, los árboles, el Báltico, pero es una germanidad distinta. Hitler, a pesar de Goebbels o de Leni Riefenstahl (gran admiradora de Mañana en las montañas de los Gigantes), que lo valoraban, o a haber colaborado personalmente para la compra de uno de sus cuadros, una vista del monte Watzmann, para la Galería Nacional, lo percibió: notó instintivamente que no era un artista del que pudiera apropiarse, demasiado complejo, con demasiadas capas. Y le cargaba su melancolía, como a Goethe”. La extrema derecha alemana actual, dice, sigue tan perpleja como el Führer con Friedrich. “No tienen ninguna relación con él, entre otras cosas, no se lo puede celebrar en ningún sitio real, porque en realidad todos sus paisajes son inventados”. Curiosamente, añade, la RDA tuvo un romance con Friedrich, por algo tan fortuito como que el pintor siempre vivió en territorios que formaron luego parte de Alemania Oriental.
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