edwina.hamill
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Mi tía es mayor, no tiene discapacidad reconocida, pero sí muchas dificultades para moverse propias de la edad. Vive en un casa de dos plantas, pero ya nunca sube a la de arriba. "Suerte que tengo una habitación y un baño abajo", me contó recientemente. Mi marido va en silla de ruedas. No hay apenas casas de amigos y familia a las que pueda acudir: a la que no le falta el ascensor tiene unos escalones o un bordillo insalvable a la entrada. Y en las viviendas a las que sí puede acceder, con frecuencia la anchura de las puertas le impiden entrar al baño o de nuevo hay bordillos que hacen imposible salir al patio en el que se desarrolla la fiesta. Hablo tanto de casas antiguas como modernas. Aunque las más recientes suelen contar con rampas y ascensores, sus interiores con frecuencia son también limitantes.
Mientras nos notamos ágiles, autónomos, no pensamos en que nos haremos mayores y no podremos subir o bajar escaleras o necesitaremos caminar con el sostén de un andador. Tampoco imaginamos que la discapacidad en cualquiera de sus formas puede llegar sorpresivamente y hacer de nuestro hogar un entorno inhabitable o una cárcel. Unas 10.000 personas con discapacidad en España no pueden entrar y salir con normalidad de sus casas.
La situación transitando la calle, entrando en establecimientos, no es mucho mejor. Bordillos enormes, bajadas de garajes en aceras estrechas que harían volcar una silla de ruedas, adoquines irregulares, agujeros... Os animo a fijaros al hacer vuestro recorrido habitual de casa al trabajo o a recoger a los niños del colegio en si podríais recorrerlo de manera autónoma si fuerais en una silla, con andador o siendo ciegos. Es probable que no. Fijaos también en esas rutas cuántos establecimientos o portales tienen escalones de entrada impracticables para alguien con movilidad reducida. Os sorprenderá el número de ellos.
Podemos creer que la accesibilidad es un tema casi superado y nada es menos cierto. La mejora es continua, es cierto, pero aún no hay conciencia a la hora de proyectar edificios, viviendas o entornos urbanos de la necesidad de pensar en todos los ciudadanos y no solo en los plenamente capaces.
Cuando somos jóvenes, si estamos sanos, nos creemos con frecuencia inmortales, como los dioses del Olimpo. Invulnerables ante la enfermedad, la discapacidad y la muerte. La gran mentira ante la que rendir cuentas según pasan los años o se presenta la mala suerte. Un autoengaño que nos impide ver las dificultades de muchos otros que nos rodean, a menos que los tengamos directamente bajo nuestro cuidado. No podemos vivir con miedo, pero tampoco ajenos a esa realidad y a la necesidad de construir soluciones.
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