Aaron_Swift
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El discreto encanto de la vivienda mediterránea evoca cierta pureza formal: el blanco de las paredes, el gusto por la artesanía, los espacios abiertos y las lámparas ligeras, como la Milá o la Coderch. Este es el idílico escenario de Casa en llamas, la nueva película del director barcelonés Dani de la Orden, una parodia feroz, tan oscura como divertida, sobre una madre de la burguesía catalana enfrentada a su vida madura y a los suyos.
La venta de la casa de Cadaqués es el detonante de un enredo familiar escrito por Eduard Sola, que firma un guion tan hondo como ágil sobre la disfuncionalidad de una familia en la que todo parecía fluir con facilidad. Encabeza el elenco una magnífica Emma Vilarasau, en la piel de una mujer cuya profunda soledad y desesperación irán aflorando entre las situaciones cómicas y absurdas protagonizadas por su familia. De la Orden (Barcelona, noche de verano, Loco por ella) saca oro de sus actores: del hilarante exmarido que interpreta Alberto San Juan al hijo artista, mimado y enamoradizo al que da vida Enric Auquer o la hija mandona, egoísta y cínica que encarna también de maravilla María Rodríguez Soto. Ellos y sus respectivas parejas (Clara Segura, Macarena García, José Pérez-Ocaña) componen un cuadro de doble filo: la postal perfecta de la Costa Brava transformada en infierno.
La película muestra sus cartas desde el arranque, cuando un siniestro secreto golpea el ritmo de comedia ligera que envuelve la historia. Es la primera de muchas mentiras o medias verdades de las que nadie se libra. Sin caer en ningún momento en un exceso de gravedad, ni siquiera en su catarsis final, Casa en llamas es juguetona en el mejor sentido de la palabra, quizá porque los dramas familiares siempre tienen algo de (terrible) juego.
Como ocurría con la reciente La casa, película de Alex Montoya inspirada en la novela homónima de Paco Roca, lo que reúne a la desperdigada familia es la venta —y despedida— de la vivienda estival del clan. Pero si la nostalgia, el recuerdo del padre y su huerto, centraban La casa, aquí apenas hay lugar para la memoria idealizada. Con todo, en ambas películas hay un motor común, el ladrillo, prosaico corazón de una cultura que de puertas afuera gira alrededor de la sobremesa pero también del oculto y menos halagador poder de la propiedad y las escrituras.
Más allá de las diferencias de clase entre ambas, en Casa en llamas el retrato de la familia mediterránea (burguesa) resulta mucho más cáustico: el paraíso de la infancia como escenario de las peores miserias adultas. De la Orden no se ahorra el retrato grotesco, pero lo pinta casi siempre con medida inteligencia.
Desmintiendo la famosa cita de Anna Karenina —”Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su modo”— aquí la infelicidad también resulta de lo más reconocible, porque nadie se libra de ser egoísta y caprichoso, por el inevitable anclaje en el humor o por la negación obstinada de la realidad. Casa en llamas no salva a nadie, empezando por la propia figura materna. Aunque el desastre familiar y emocional de esta certera película encuentra en su inesperado happy end un lugar propio en el que todos se llevarán su feliz merecido.
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La venta de la casa de Cadaqués es el detonante de un enredo familiar escrito por Eduard Sola, que firma un guion tan hondo como ágil sobre la disfuncionalidad de una familia en la que todo parecía fluir con facilidad. Encabeza el elenco una magnífica Emma Vilarasau, en la piel de una mujer cuya profunda soledad y desesperación irán aflorando entre las situaciones cómicas y absurdas protagonizadas por su familia. De la Orden (Barcelona, noche de verano, Loco por ella) saca oro de sus actores: del hilarante exmarido que interpreta Alberto San Juan al hijo artista, mimado y enamoradizo al que da vida Enric Auquer o la hija mandona, egoísta y cínica que encarna también de maravilla María Rodríguez Soto. Ellos y sus respectivas parejas (Clara Segura, Macarena García, José Pérez-Ocaña) componen un cuadro de doble filo: la postal perfecta de la Costa Brava transformada en infierno.
La película muestra sus cartas desde el arranque, cuando un siniestro secreto golpea el ritmo de comedia ligera que envuelve la historia. Es la primera de muchas mentiras o medias verdades de las que nadie se libra. Sin caer en ningún momento en un exceso de gravedad, ni siquiera en su catarsis final, Casa en llamas es juguetona en el mejor sentido de la palabra, quizá porque los dramas familiares siempre tienen algo de (terrible) juego.
Como ocurría con la reciente La casa, película de Alex Montoya inspirada en la novela homónima de Paco Roca, lo que reúne a la desperdigada familia es la venta —y despedida— de la vivienda estival del clan. Pero si la nostalgia, el recuerdo del padre y su huerto, centraban La casa, aquí apenas hay lugar para la memoria idealizada. Con todo, en ambas películas hay un motor común, el ladrillo, prosaico corazón de una cultura que de puertas afuera gira alrededor de la sobremesa pero también del oculto y menos halagador poder de la propiedad y las escrituras.
Más allá de las diferencias de clase entre ambas, en Casa en llamas el retrato de la familia mediterránea (burguesa) resulta mucho más cáustico: el paraíso de la infancia como escenario de las peores miserias adultas. De la Orden no se ahorra el retrato grotesco, pero lo pinta casi siempre con medida inteligencia.
Desmintiendo la famosa cita de Anna Karenina —”Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su modo”— aquí la infelicidad también resulta de lo más reconocible, porque nadie se libra de ser egoísta y caprichoso, por el inevitable anclaje en el humor o por la negación obstinada de la realidad. Casa en llamas no salva a nadie, empezando por la propia figura materna. Aunque el desastre familiar y emocional de esta certera película encuentra en su inesperado happy end un lugar propio en el que todos se llevarán su feliz merecido.
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‘Casa en llamas’: oscura y divertida parodia de una familia de la burguesía catalana
Dani de la Orden dirige esta feroz tragicomedia sobre una madre, interpretada por una magnífica Emma Vilarasau, que se reúne con los suyos para la venta de su vivienda veraniega en Cadaqués
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