eldora.anderson
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Decenas de cineastas, casi hasta cien entre largos, cortos, telefilmes y óperas filmadas, se han visto subyugados por el mito de Carmen, la gitana sevillana que arrastró hasta la perdición a un soldado del ejército. Un símbolo creado por Prosper Mérimée en 1845 y apuntalado por la ópera de Georges Bizet de 1875, del que para entender su relevancia quizá solo haya que destacar algunos de los nombres que se han ido acercando artísticamente a su leyenda, y ver la variedad de épocas y de estilos, pareciéndose entre ellos como un huevo y una castaña, pero reuniéndose alrededor de los componentes sentimental, social, racial, cultural y político del relato.
Por citar solo unos cuantos, sin orden ni concierto, para subrayar aún más la cuestión: Cecil B. De Mille y Jean-Luc Godard; Otto Preminger y Vicente Aranda; Raoul Walsh y Carlos Saura; Charles Chaplin y Florián Rey; Ernst Lubitsch y Francesco Rosi; Charles Vidor y Tulio Demicheli… Hasta llegar al último, Benjamin Millepied, coreógrafo y exbailarín francés, que en la coproducción francoaustraliana Carmen ha compuesto un musical contemporáneo protagonizado por dos estrellas en ascenso, y en muy distintas órbitas: la mexicana Melissa Barrera, poder latino musical y televisivo, aún no tanto cinematográfico, y el irlandés Paul Mescal, a punto de refrendar su estatus global con Gladiator 2.
Una obra con algunos apuntes interesantes en torno a su ambientación, a sus matices sociales y políticos, y también a los de género, con una cierta modernización en este último aspecto, pero que acaba siendo un fracaso visual e incluso musical con una propuesta iconoclasta aunque sin unidad de criterio. En ella, parece que todo vale, desde el flamenco puro hasta la danza contemporánea, pasando por la canción folk, el musical de Broadway, los clásicos latinos, los cantos de coros celestiales y las tonadillas recitadas por voces terrenales a las que les resulta imposible entonar. Un batiburrillo de estilos, todos ellos con la ceja bien alzada, como subrayando lo importante que es su creación cuando no lo es en absoluto.
Millepied, coreógrafo de las secuencias de ballet de Cisne negro, la magnífica película de Darren Aronofsky en la que conoció a la que fue su esposa durante 11 años, Natalie Portman, ambienta la historia en la frontera entre México y EE UU, donde Carmen es una inmigrante sin papeles y Aidan, que así se llama aquí el personaje masculino, un veterano de la guerra de Afganistán, integrante de las polémicas patrullas fronterizas estadounidenses. Una línea racial y social en cierto modo semejante a la trazada por Otto Preminger en la excelente Carmen Jones (1954).
La película no arranca nada mal. Flamenco puro sobre un tablao improvisado junto a una chabola y la presencia de la bailaora Marina Tamayo, casi 40 años de profesión en Australia. Coches y pistolas contemporáneas. Tierra árida. Taconeo. Torres eléctricas. La desolación social de siempre. Y el orgullo de morir con dignidad. Sin embargo, del romance condenado entre Carmen y el soldado quizá solo se salve la delicadeza de la mirada sentimental y sexual, lejos del arquetipo masculino (y ahí sigue siendo llamativo que casi todos los que se acercan al mito de Carmen sean hombres).
Larga y petulante, con poco texto, una visualización más cercana a un anuncio de colonias que a una película, y una cargante banda sonora de Nicholas Britell, compositor de Succession, hipertrofiada de coros de aire divino, la Carmen de Millepied es, eso sí, decididamente libre, algo que se subraya en los créditos (“inspirada” tanto la obra de Mérimée como en el poema de Aleksandr Pushkin Los gitanos). Tan libre y poco profunda como algunas de sus líneas de diálogo, como esta de Rossy de Palma, la única que otorga algo de ligereza a tanta altanería visual y sonora: “Estos calladitos son los que luego tienen mejor rabo”. Una frase tan extemporánea como casi cualquiera de los aspectos artísticos de la película.
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Por citar solo unos cuantos, sin orden ni concierto, para subrayar aún más la cuestión: Cecil B. De Mille y Jean-Luc Godard; Otto Preminger y Vicente Aranda; Raoul Walsh y Carlos Saura; Charles Chaplin y Florián Rey; Ernst Lubitsch y Francesco Rosi; Charles Vidor y Tulio Demicheli… Hasta llegar al último, Benjamin Millepied, coreógrafo y exbailarín francés, que en la coproducción francoaustraliana Carmen ha compuesto un musical contemporáneo protagonizado por dos estrellas en ascenso, y en muy distintas órbitas: la mexicana Melissa Barrera, poder latino musical y televisivo, aún no tanto cinematográfico, y el irlandés Paul Mescal, a punto de refrendar su estatus global con Gladiator 2.
Una obra con algunos apuntes interesantes en torno a su ambientación, a sus matices sociales y políticos, y también a los de género, con una cierta modernización en este último aspecto, pero que acaba siendo un fracaso visual e incluso musical con una propuesta iconoclasta aunque sin unidad de criterio. En ella, parece que todo vale, desde el flamenco puro hasta la danza contemporánea, pasando por la canción folk, el musical de Broadway, los clásicos latinos, los cantos de coros celestiales y las tonadillas recitadas por voces terrenales a las que les resulta imposible entonar. Un batiburrillo de estilos, todos ellos con la ceja bien alzada, como subrayando lo importante que es su creación cuando no lo es en absoluto.
Millepied, coreógrafo de las secuencias de ballet de Cisne negro, la magnífica película de Darren Aronofsky en la que conoció a la que fue su esposa durante 11 años, Natalie Portman, ambienta la historia en la frontera entre México y EE UU, donde Carmen es una inmigrante sin papeles y Aidan, que así se llama aquí el personaje masculino, un veterano de la guerra de Afganistán, integrante de las polémicas patrullas fronterizas estadounidenses. Una línea racial y social en cierto modo semejante a la trazada por Otto Preminger en la excelente Carmen Jones (1954).
La película no arranca nada mal. Flamenco puro sobre un tablao improvisado junto a una chabola y la presencia de la bailaora Marina Tamayo, casi 40 años de profesión en Australia. Coches y pistolas contemporáneas. Tierra árida. Taconeo. Torres eléctricas. La desolación social de siempre. Y el orgullo de morir con dignidad. Sin embargo, del romance condenado entre Carmen y el soldado quizá solo se salve la delicadeza de la mirada sentimental y sexual, lejos del arquetipo masculino (y ahí sigue siendo llamativo que casi todos los que se acercan al mito de Carmen sean hombres).
Larga y petulante, con poco texto, una visualización más cercana a un anuncio de colonias que a una película, y una cargante banda sonora de Nicholas Britell, compositor de Succession, hipertrofiada de coros de aire divino, la Carmen de Millepied es, eso sí, decididamente libre, algo que se subraya en los créditos (“inspirada” tanto la obra de Mérimée como en el poema de Aleksandr Pushkin Los gitanos). Tan libre y poco profunda como algunas de sus líneas de diálogo, como esta de Rossy de Palma, la única que otorga algo de ligereza a tanta altanería visual y sonora: “Estos calladitos son los que luego tienen mejor rabo”. Una frase tan extemporánea como casi cualquiera de los aspectos artísticos de la película.
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‘Carmen’: Paul Mescal y Melissa Barrera no sostienen el último fracaso visual y musical del mito femenino
El musical de Benjamin Millepied tiene algunos apuntes interesantes en torno a su ambientación y a sus matices sociales y políticos, pero acaba siendo un fracaso visual e incluso musical con una propuesta iconoclasta
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