mellie03
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Unas mujeres buscan la luz sutil de las lámparas mientras se maquillan frente al espejo. Otras sacuden las faldas para disimular los pliegues de la tela. Los hombres pulen sus camisas con una plancha de vapor. El ritual comienza desde que se alistan para la presentación, en una sincronía comparable con su música. El escenario, a pocos metros del camerino, pronto estará envuelto en el repicar de la marimba, el retumbar de bombos y cununos, y el sonido parecido al de una noche de lluvia que emerge del guasá, todos instrumentos fabricados con madera, guadua y otros elementos que brotan de la naturaleza en el sur de la costa Pacífica de Colombia. Canalón de Timbiquí ha unido las voces y el talento de las últimas cuatro generaciones para conservar la identidad musical de esa región del país y hacer que trascienda sus ríos y selvas.
Es la tarde del sábado en la que estarán en la tercera edición del Festival Cordillera de Bogotá. La profe Licha, como nombran cariñosamente a la maestra Elizabeth Sinisterra (70 años), luce un vestido blanco con encajes dorados, sombrero ancho y unos aretes redondos que le iluminan el rostro. Sube a la tarima con delicadeza, junto a otros diez integrantes del grupo que fundó cuando enseñaba español y literatura en una escuela de Timbiquí, un pequeño municipio de la selvática costa del departamento del Cauca, donde los pobladores se transportan en motocarros, canoas o lanchas.
Hace más de dos décadas, la profe Licha encontró en las tradiciones del pueblo la manera de transmitir conocimientos a sus alumnos, mantener vivas las costumbres de su pueblo afrodescendiente y despertar su curiosidad sin limitarse a rígidos planes de estudios. Les asignaba como tarea la composición de décimas o coplas como las que se interpretan en los arrullos, los encuentros propios de esa zona del Pacífico en los que se entonan cantos ancestrales para celebrar los nacimientos. En municipios como Timbiquí, también cantan alabaos para despedir a los muertos.
“Todo esto se metía a las aulas de clase y yo les decía a mis estudiantes: “me hacen el favor y se organizan en grupos y cada uno monta una danza”, recuerda la maestra Elizabeth, como recreando la escena en el antiguo salón de clases. “Profe, ¿cómo?”, le preguntaban con sobresalto. “Toman un acontecimiento que haya sucedido en la comunidad, lo cuentan y así van organizando la letra. La música se la ponen basada en currulao o arrullo. De esos ritmos no se pueden salir”, les explicaba en el colegio mixto Julio Arboleda, hoy denominada institución educativa Justiniano Ocoró, un cambio de nombre significativo, de un antiguo minero y político blanco a un líder afro. Fue allí donde surgieron las primeras composiciones.
Cuando la Alcaldía municipal recibía invitaciones a festivales, se las remitían a la profesora Licha para que se encargara de conformar la delegación que los representaría. La maestra se paseaba por los corregimientos en busca de cantoras tradicionales, en compañía de Oliva Bonilla, empleada del colegio y amiga entrañable, una hermana con quien compartía la determinación de preservar la cultura local.
La profesora bailaba con sus estudiantes las melodías que interpretaban las otras mujeres. Jóvenes y mayores se juntaban en torno a las canciones. “Los mismos muchachos, en compañía de los viejos bailábamos la danza del trapiche. O la de la pesca del camarón. Yo bailaba el currulao, entraba un parejo, luego salía ese, entraba otro. Qué cosa tan hermosa que hacíamos”, recuerda la profe Licha. Habla largo y tendido, como queriendo ignorar el tiempo para sumergirse en los detalles de la historia. “Hay mucho que contar”, justifica mientras la espera el bus que los llevará desde un hotel al parque Simón Bolívar de Bogotá, donde se lleva a cabo el Cordillera.
La primera vez que salieron en representación del municipio, hoy con cerca de 28.000 habitantes, lo hicieron para participar en el Festival Folclórico de Buenaventura (Valle del Cauca), el principal puerto de Colombia en el Pacífico. Luego, asistieron a las primeras ediciones de Expoartesanías, una feria artesanal que promueve oficios tradicionales en Bogotá desde comienzos de los años noventa, antes de que se creara el Ministerio de Cultura.
Cuando empezaron a viajar para exponer las tradiciones del Pacífico, Oliva Bonilla dejaba a sus dos hijas, Yuli Magali Castro, de tres años, y Nidia Góngora, de pocos meses de nacida, al cuidado de los abuelos. Cuando las niñas crecieron, fueron alumnas de la profe Licha en la misma escuela donde trabajaba su madre, recordada como una “mamá alcahueta”, de sonrisa contagiosa, que llevaba a las hijas agarradas de la falda a los arrullos. “Nos sentábamos a revisar libros y donde veíamos un cuento, ahí creábamos las canciones”, rememora Castro. “Estábamos pequeñas para ir al monte a cortar la guadua, pero se nos ocurría coger un tarro, echarle piedras y hacerles huequitos para que sonara como el guasá”, agrega.
La profe Licha se fue de Timbiquí cuando sus padres murieron. Ni las canciones, ni las danzas ayudaron a los estudiantes a llenar el vacío que dejó entonces. Siendo adolescentes, las hermanas Nidia y Yuli Magali buscaron a la maestra para darle continuidad a lo que había iniciado en las aulas de clases. “Yo les digo “¡claro!”. Y como tenía en mi ser todo el contexto de lo que era la cultura de Timbiquí y ya estaba el festival Petronio Álvarez, propuse llevar el grupo”, cuenta la maestra. En el año 2002, con el nombre de Socavón, obtuvieron el premio en el festival afro más importante de América Latina a mejor conjunto de marimba, mejor canción inédita con Zapateando y coqueteando y mejor intérprete vocal con Quítate de mi escalera, en la voz de Góngora.
El nombre de la agrupación cambió a Canalón de Timbiquí —canalón es el utensilio que separa el oro del barro en la minería ancestral en esa zona del país—. Pero su mayor riqueza era cultural: en el año 2008 consiguieron el reconocimiento como mejor agrupación de marimba en el Petronio Álvarez. “Lo que hoy en día tiene Canalón no es gratuito. Ha sido fruto de mucho esfuerzo, muchos años”, enfatiza Yuli Magali. Antes, organizaban rifas y ollas comunitarias para recoger fondos. “Íbamos a un concierto y no había pago. Lo hacíamos por dar a conocer el grupo”, añade Policarpa Angulo, otra integrante del coro. Ahora complementan la música con otras actividades o profesiones.
El Petronio Álvarez les abrió puertas. En los últimos 20 años han grabado cuatro álbumes: Déjame subí (2004), Una sola raza (2011), Arrullando (2016) y De mar y río (2019). En 2019 recibieron la nominación a los premios Grammy Latino como Mejor Álbum Folclórico. Hoy representan al Pacífico en teatros, ferias y fiestas de diferentes lugares de Colombia y festivales musicales como el Estéreo Picnic, que reúne cada año a más de 150.000 asistentes en Bogotá. Además, han realizado giras por Europa, México y Estados Unidos. En sus canciones narran vivencias, les cantan a los ríos, a los amores, a sus luchas, a las mujeres y a la dignidad. “Lo importante de toda esta historia es que, por medio de cada letra, siempre le estamos mostrando al mundo quiénes somos”, destaca Yuli Magali, cantora de 47 años. La voz de la niña estudiante ahora es la de una mujer madura.
Canalón de Timbiquí es hoy el resultado del relevo generacional. “Canalón es amor, identidad, tradición pura de un municipio que ha conservado sus valores. Somos un medio para seguir sembrando en las futuras generaciones todo lo que recibimos de nuestros viejos”, comenta la profe Licha. Así lo entienden los más jóvenes. “Somos una familia unida, hay proceso y dedicación. Representamos la lucha de reivindicación de nuestros ancestros. Es algo que debemos continuar”, comenta Cristian Camilo Bonilla, de 27 años, el marimbero del grupo. “La marimba significa todo. Es alegría y agradecimiento a esos maestros que cuando estábamos aprendiendo nos decían: ‘mijo, no es por aquí, es por allá”, remarca. Estudió Contabilidad, pero lo suyo es el instrumento que, cuentan, antes era satanizado. “Nuestros viejos tenían que ocultarse en la selva durante semanas para construir las marimbas y aprenderlas a tocar. A las mujeres no nos permitían tocar porque era muy difícil que una mujer se internara en la selva”, narra Nidia, de 44 años, la voz líder del grupo.
En el escenario, evocan la fuerza del Pacífico. La voz de las mujeres, la marimba, los bombos y los cununos que hacen sonar los hombres, y el baile de la corporación Bambuco Viejo se entretejen. El ritmo les fluye como si viajaran a la selva donde se internaban sus abuelos para fabricar los instrumentos que ahora ellos tocan en una expresión de libertad. El más tímido de los asistentes se entrega al compás de la música.
“Tengo una pena, tengo una pena
Eloísa no me quiere más
Tengo una pena, tengo una pena
Eloísa no me quiere más”…
Nicol Bonilla, con 21 años, interpreta Qué pena, una de las canciones más populares de Canalón. El público saca pañuelos blancos para sacudirlos con los sonidos que los transportan a las raíces del Pacífico colombiano. “Canalón de Timbiquí es mi vida. Me siento realizada. Sé que si me voy, el legado continúa”, celebra la profe Licha. Nicol, la más joven del grupo, había anticipado instantes previos al show: “¡Vamos a darla toda!”. Quizá no solo ve su semblante, sino el de sus ancestros cuando se alista frente al espejo.
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Es la tarde del sábado en la que estarán en la tercera edición del Festival Cordillera de Bogotá. La profe Licha, como nombran cariñosamente a la maestra Elizabeth Sinisterra (70 años), luce un vestido blanco con encajes dorados, sombrero ancho y unos aretes redondos que le iluminan el rostro. Sube a la tarima con delicadeza, junto a otros diez integrantes del grupo que fundó cuando enseñaba español y literatura en una escuela de Timbiquí, un pequeño municipio de la selvática costa del departamento del Cauca, donde los pobladores se transportan en motocarros, canoas o lanchas.
Hace más de dos décadas, la profe Licha encontró en las tradiciones del pueblo la manera de transmitir conocimientos a sus alumnos, mantener vivas las costumbres de su pueblo afrodescendiente y despertar su curiosidad sin limitarse a rígidos planes de estudios. Les asignaba como tarea la composición de décimas o coplas como las que se interpretan en los arrullos, los encuentros propios de esa zona del Pacífico en los que se entonan cantos ancestrales para celebrar los nacimientos. En municipios como Timbiquí, también cantan alabaos para despedir a los muertos.
“Todo esto se metía a las aulas de clase y yo les decía a mis estudiantes: “me hacen el favor y se organizan en grupos y cada uno monta una danza”, recuerda la maestra Elizabeth, como recreando la escena en el antiguo salón de clases. “Profe, ¿cómo?”, le preguntaban con sobresalto. “Toman un acontecimiento que haya sucedido en la comunidad, lo cuentan y así van organizando la letra. La música se la ponen basada en currulao o arrullo. De esos ritmos no se pueden salir”, les explicaba en el colegio mixto Julio Arboleda, hoy denominada institución educativa Justiniano Ocoró, un cambio de nombre significativo, de un antiguo minero y político blanco a un líder afro. Fue allí donde surgieron las primeras composiciones.
Cuando la Alcaldía municipal recibía invitaciones a festivales, se las remitían a la profesora Licha para que se encargara de conformar la delegación que los representaría. La maestra se paseaba por los corregimientos en busca de cantoras tradicionales, en compañía de Oliva Bonilla, empleada del colegio y amiga entrañable, una hermana con quien compartía la determinación de preservar la cultura local.
La profesora bailaba con sus estudiantes las melodías que interpretaban las otras mujeres. Jóvenes y mayores se juntaban en torno a las canciones. “Los mismos muchachos, en compañía de los viejos bailábamos la danza del trapiche. O la de la pesca del camarón. Yo bailaba el currulao, entraba un parejo, luego salía ese, entraba otro. Qué cosa tan hermosa que hacíamos”, recuerda la profe Licha. Habla largo y tendido, como queriendo ignorar el tiempo para sumergirse en los detalles de la historia. “Hay mucho que contar”, justifica mientras la espera el bus que los llevará desde un hotel al parque Simón Bolívar de Bogotá, donde se lleva a cabo el Cordillera.
La primera vez que salieron en representación del municipio, hoy con cerca de 28.000 habitantes, lo hicieron para participar en el Festival Folclórico de Buenaventura (Valle del Cauca), el principal puerto de Colombia en el Pacífico. Luego, asistieron a las primeras ediciones de Expoartesanías, una feria artesanal que promueve oficios tradicionales en Bogotá desde comienzos de los años noventa, antes de que se creara el Ministerio de Cultura.
Cuando empezaron a viajar para exponer las tradiciones del Pacífico, Oliva Bonilla dejaba a sus dos hijas, Yuli Magali Castro, de tres años, y Nidia Góngora, de pocos meses de nacida, al cuidado de los abuelos. Cuando las niñas crecieron, fueron alumnas de la profe Licha en la misma escuela donde trabajaba su madre, recordada como una “mamá alcahueta”, de sonrisa contagiosa, que llevaba a las hijas agarradas de la falda a los arrullos. “Nos sentábamos a revisar libros y donde veíamos un cuento, ahí creábamos las canciones”, rememora Castro. “Estábamos pequeñas para ir al monte a cortar la guadua, pero se nos ocurría coger un tarro, echarle piedras y hacerles huequitos para que sonara como el guasá”, agrega.
La profe Licha se fue de Timbiquí cuando sus padres murieron. Ni las canciones, ni las danzas ayudaron a los estudiantes a llenar el vacío que dejó entonces. Siendo adolescentes, las hermanas Nidia y Yuli Magali buscaron a la maestra para darle continuidad a lo que había iniciado en las aulas de clases. “Yo les digo “¡claro!”. Y como tenía en mi ser todo el contexto de lo que era la cultura de Timbiquí y ya estaba el festival Petronio Álvarez, propuse llevar el grupo”, cuenta la maestra. En el año 2002, con el nombre de Socavón, obtuvieron el premio en el festival afro más importante de América Latina a mejor conjunto de marimba, mejor canción inédita con Zapateando y coqueteando y mejor intérprete vocal con Quítate de mi escalera, en la voz de Góngora.
El nombre de la agrupación cambió a Canalón de Timbiquí —canalón es el utensilio que separa el oro del barro en la minería ancestral en esa zona del país—. Pero su mayor riqueza era cultural: en el año 2008 consiguieron el reconocimiento como mejor agrupación de marimba en el Petronio Álvarez. “Lo que hoy en día tiene Canalón no es gratuito. Ha sido fruto de mucho esfuerzo, muchos años”, enfatiza Yuli Magali. Antes, organizaban rifas y ollas comunitarias para recoger fondos. “Íbamos a un concierto y no había pago. Lo hacíamos por dar a conocer el grupo”, añade Policarpa Angulo, otra integrante del coro. Ahora complementan la música con otras actividades o profesiones.
El Petronio Álvarez les abrió puertas. En los últimos 20 años han grabado cuatro álbumes: Déjame subí (2004), Una sola raza (2011), Arrullando (2016) y De mar y río (2019). En 2019 recibieron la nominación a los premios Grammy Latino como Mejor Álbum Folclórico. Hoy representan al Pacífico en teatros, ferias y fiestas de diferentes lugares de Colombia y festivales musicales como el Estéreo Picnic, que reúne cada año a más de 150.000 asistentes en Bogotá. Además, han realizado giras por Europa, México y Estados Unidos. En sus canciones narran vivencias, les cantan a los ríos, a los amores, a sus luchas, a las mujeres y a la dignidad. “Lo importante de toda esta historia es que, por medio de cada letra, siempre le estamos mostrando al mundo quiénes somos”, destaca Yuli Magali, cantora de 47 años. La voz de la niña estudiante ahora es la de una mujer madura.
Canalón de Timbiquí es hoy el resultado del relevo generacional. “Canalón es amor, identidad, tradición pura de un municipio que ha conservado sus valores. Somos un medio para seguir sembrando en las futuras generaciones todo lo que recibimos de nuestros viejos”, comenta la profe Licha. Así lo entienden los más jóvenes. “Somos una familia unida, hay proceso y dedicación. Representamos la lucha de reivindicación de nuestros ancestros. Es algo que debemos continuar”, comenta Cristian Camilo Bonilla, de 27 años, el marimbero del grupo. “La marimba significa todo. Es alegría y agradecimiento a esos maestros que cuando estábamos aprendiendo nos decían: ‘mijo, no es por aquí, es por allá”, remarca. Estudió Contabilidad, pero lo suyo es el instrumento que, cuentan, antes era satanizado. “Nuestros viejos tenían que ocultarse en la selva durante semanas para construir las marimbas y aprenderlas a tocar. A las mujeres no nos permitían tocar porque era muy difícil que una mujer se internara en la selva”, narra Nidia, de 44 años, la voz líder del grupo.
En el escenario, evocan la fuerza del Pacífico. La voz de las mujeres, la marimba, los bombos y los cununos que hacen sonar los hombres, y el baile de la corporación Bambuco Viejo se entretejen. El ritmo les fluye como si viajaran a la selva donde se internaban sus abuelos para fabricar los instrumentos que ahora ellos tocan en una expresión de libertad. El más tímido de los asistentes se entrega al compás de la música.
“Tengo una pena, tengo una pena
Eloísa no me quiere más
Tengo una pena, tengo una pena
Eloísa no me quiere más”…
Nicol Bonilla, con 21 años, interpreta Qué pena, una de las canciones más populares de Canalón. El público saca pañuelos blancos para sacudirlos con los sonidos que los transportan a las raíces del Pacífico colombiano. “Canalón de Timbiquí es mi vida. Me siento realizada. Sé que si me voy, el legado continúa”, celebra la profe Licha. Nicol, la más joven del grupo, había anticipado instantes previos al show: “¡Vamos a darla toda!”. Quizá no solo ve su semblante, sino el de sus ancestros cuando se alista frente al espejo.
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