Bolaños prepara ya el funeral de Estado

graham.alysson

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Sin una norma escrita que los regule, sin coraje legislativo para meterles mano, los funerales de Estado son una cosa que no existe sino en la voluntad y el etiquetado de quien los organiza, incluso a conveniencia de parte, como sucedió con el ritual orquestado por el Gobierno para homenajear por lo civil y con la oportuna distancia de seguridad, más política que sanitaria, a las víctimas del Covid-19. Lo hizo con las espaldas bien cubiertas, sin dejar a la buena de Dios la posibilidad de ser víctima de una encerrona del tamaño de un catedral, emboscada de puertas abiertas a las manifestaciones de una fe que mueve montañas y gargantas, recalentadas por el reflujo del despecho. En horas de misa, acogerse a sagrado tiene sus riesgos. Que pregunten por quién doblan las campanas , o cuánto pesa el badajo. Nuestro muro de las lamentaciones, el levantado por Sánchez en su inmensa sabiduría, nunca formó parte del templo de Salomón.El eslogan francés de «El funeral de Estado soy yo», sepultura del 'Anciene Régime', fue aquí siempre traducido por lo de ser el muerto en el entierro.De Estado o simplemente institucionales, en esta categoría de exequias encontramos fórmulas mixtas, como aquella 'misa por la paz y la concordia' –las almas no fueron invocadas– que acogió la basílica de la Sagrada Familia tras los atentados de las Ramblas y Cambrils o, sin tanto ringorrango modernista, pero con más cancaneo, el festival que don Ángel montó en San Antón a mayor gloria laica de Zerolo. Si no jurisprudencia, tenemos precedentes para casi todo.Fueron de Estado, o eso nos hicieron creer entonces, los funerales por las víctimas del 11-M, los fallecidos en el accidente del Yak-42 o los pasajeros del avión de Germanwings, estrellado en los Alpes por su piloto. Todavía rezábamos unidos. No hace tanto de todo eso. Fue en 2017, en vísperas del episodio final del 'procés', cuando ERC planteó en vano la regulación de unos ceremoniales que pretendía desacralizar a través del 'sorpasso' de la Ley 7/1980, de Libertad Religiosa. La cosa quedó en nada, pero lo cierto es que desde el advenimiento de la mayoría social no se han oficiado en España funerales católicos con el sello oficioso del Estado, y no por el agnosticismo de un Sánchez que si dependiera de los votos de Vox se metía a monje benedictino del Valle de los Caídos.Por causas de fuerza mayor, el presidente del Gobierno ha oído alguna que otra misa, y también los abucheos de quienes, como en Matalascañas hace cuatro años, lo interceptaron a la salida de la iglesia a la que fue a dar un pésame privado. No era el sitio ni el momento para una manifestación de desapego inquebrantable que, sin embargo, vino a dar la razón a Sánchez cuando un mes antes, siempre visionario, diseñó aquel excéntrico funeral civil en memoria de los fallecidos por el Covid-19. No es el sentimiento religioso, camino ya de ser desprotegido por lo penal y arrojado a los leones de nuestro coliseo de progreso, lo que subyace en esta mudanza, extramuros de cualquier templo, como corresponde a un Estado laico, sino el miedo del Ejecutivo a pisar unos recintos sagrados en los que, como gallo en corral ajeno, no puede establecer distancias de seguridad . A ver dónde y cómo rezamos, desunidos, separados por el muro de nuestras lamentaciones políticas, por los muertos de Valencia. Que descansen en la paz que no tenemos.

 

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