‘Bikeriders’: hay buen cine en este retrato de moteros

Vance_Schaden

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Entre mis aficiones y conocimientos, muy escasos ambos, no figuran ni los coches ni las motos, objeto de fascinación para gran parte del universo. Bikeriders. La ley del asfalto habla de las segundas y de sus adoradores, gente voluntariamente marginada, con alergia al orden y a la autoridad, cuyas únicas diosas eran las Harley Davidson, moviéndose por carreteras interminables, buscando los espacios abiertos, ciegos de alcohol en sus paradas, estableciendo un permanente colegueo entre ellos sin leyes escritas. Jeff Nichols, director de la muy bonita Mud y de la enigmática Take Shelter, un tipo con forma de narrar clásica, se introduce en el mundo de esos moteros, desde un comienzo dotado de cierta pureza a su desarrollo siniestro.

Los antecedentes en cine de los moteros salvajes no son demasiados estimulantes. De acuerdo en que molaba cantidad el sensual Brando, ataviado con chupa y gorra de cuero en Salvaje, pero lo demás en ella era tan previsible como mediocre. Y era efectista y torpe casi todo en la supertriunfadora Easy Rider, exceptuando la brillante y muy graciosa aparición de Jack Nicholson y la vibrante banda sonora. Solo me interesó el mundo de los moteros cuando lo describió el anfetamínico y magnifico escritor Hunter S. Thompson en su libro Los Ángeles del infierno. Y poco más.

Tom Hardy y Austin Butler, en 'Bikeriders'

La primera parte de Bikeriders. La ley del asfalto está pulcramente narrada, con la mujer de uno de los protagonista haciendo de modélica narradora de su propia historia, eterna enamorada del más joven, introvertido y duro de los motoristas, a través del esplendor inicial de una banda autodenominada Los Vándalos y la degradante evolución de esta gente, inmersa en la violencia, matándose por el poder, actuando como delincuentes y mercenarios uniformados. Aquí no lo cuentan, pero contratados por The Rolling Stones como equipo de seguridad en un concierto en Altamont, Los Ángeles del infierno se cargaron a navajazos a un chaval que parecía incordiar. Y su principal actividad financiera fue el trafico de drogas.

En el arranque de esta historia veo a sus personajes como raritos sin demasiado atractivo, gente cuya personalidad y comportamientos están bien descritos pero que me provocan indiferencia. Me empiezan a interesar cuando todo se empieza a enfangar, cuando aparece la traición y la oscuridad, cuando adquirir jefaturas y objetivos concretos reemplaza a la lealtad y los códigos solidarios, cuando las peleas a puñetazos son sustituidas por las pistolas y los cuchillos, el placer de estar juntos (aunque esa convivencia tuviera comportamientos exóticos) por el negocio puro y duro. Al principio las esposas y novias eran respetadas. Posteriormente, cualquier mujer que estuviera cerca podía ser violada en grupo. Puedes conectar mínimamente con el inicial esplendor en la hierba de esta motorizada secta aunque todo acabe siendo sórdido en su desarrollo.

Además de un poderoso estilo visual, que le sirve para contar historias con una cámara que nunca pretende erigirse en protagonista, en alardes experimentales o exhibicionistas, Jeff Nichols siempre extrae lo mejor de intérpretes muy solventes. Es creíble y poderosa la actriz Jodie Comer, narradora de la historia. También el guaperas Austin Butler, que antes interpretó a Elvis Presley. Y con los veteranos y brillantes Tom Hardy y Michael Shannon (mi villano favorito del cine actual), Nichols juega sobre seguro. Contiene variadas cosas buenas, aunque no deslumbrantes, esta película. Lo que se agradece aún mas en estos tiempos tan grises.

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