Earl_Gottlieb
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A Betty Garcés Bedoya (Buenaventura, 41 años) la tristeza la transformó. En un pequeño cuarto de su casa en el puerto sobre el Pacífico, rodeada de libros y pinturas, una pequeña niña quiso gritar por una tragedia familiar, y terminó cantando. Así, sin saberlo, encontró en su voz la forma de tramitar el dolor. Décadas después, es una de las sopranos más importantes de América Latina y cantará en la inauguración del evento internacional más importante de los últimos años en el país: la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Biodiversidad en Cali. Antes de ese concierto, en una visita fugaz a su familia, conversa con EL PAÍS sobre cómo ha afrontado el racismo, la migración y lo que sueña para su región.
Fue allí, en la capital del Valle del Cauca, donde pasó su adolescencia y donde estudió en el Conservatorio Antonio María Valencia. Luego, atrapada en el encanto de la música clásica, gracias al apoyo de su mentor, buscó estudiar en la Escuela Superior de Música de Colonia, Alemania, su puerta de entrada a los grandes escenarios de la ópera. No fue fácil, cuenta. Enfrentó los prejuicios contra los latinos, el racismo, la gordofobia. Pese a todo, el espíritu de su tierra natal, donde las oportunidades escasean pero la gente se la rebusca a diario, la impulsa para seguir. Tras 15 años en Alemania, ha cantado en prestigiosos escenarios de todo el mundo, desde Tailandia hasta Nueva York.
De tanto en tanto regresa a Colombia y visita a su madre en Cali, una ciudad donde la gente la reconoce en las calles. En medio de esta entrevista, una joven que la observaba de lejos se acercó, la abrazo y rompió en llanto. “Gracias, gracias, maestra”, le dijo esa mujer, de un pequeño municipio del atribulado Cauca que, tomándola como ejemplo, ahora estudia para ser cantante de ópera. “Es necesario sobrevivir a la violencia para contar nuestra historia, y es necesario contar nuestra historia para sobrevivir a la violencia”, contesta Garcés.
P. Sus primeros acercamientos a la música fueron atípicos, surgieron de una tragedia, ¿cómo fue eso?
R. Hubo un periodo difícil para mi familia. Mi padre, un hombre maravilloso, tuvo en un momento dificultades con el alcohol. Eso golpeó a mi madre, que sufrió muchísimo y trató de protegernos, callando lo que ocurría. Yo tomé ese silencio no como protección, sino como rechazo, lo que hizo que creciera con un corazón un poco lastimado. Me aislé bastante, me cerré. Justo por esa época, en la que yo tenía 10 u 11 años, mi abuela enfermó y murió. Fue muy difícil, porque ella era la que me demostraba cariño abiertamente. A través de ella experimentaba el amor. Sin ella, yo no tenía la posibilidad de hablar. Fue como perder mi hogar.
Para poder procesarlo me encerré en el cuarto de San Alejo de la casa. Me construí un refugio con mis juguetes, y allí pasaba la mayor parte del tiempo. En ese proceso, estando allí sola, empecé a tratar de sacar las cosas que sentía que no podía procesar. Un día, desde mis entrañas empezaron a fluir melodías que me ayudaron a expresar ese dolor, esa tristeza, esas emociones tan fuertes con las que estaba lidiando y que no tenía la oportunidad de expresar con palabras. Esos fueron mis inicios con el canto.
P. ¿Cómo había sido su infancia? ¿Cómo era crecer en la Buenaventura de los 80?
R. Crecí en El Trapiche, un barrio clase media. Mi padre, José Garcés, era profesor de matemáticas y coordinador de una escuela. Mi madre era artista y artesana, hacía muchas cosas hermosas con sus manos y fue también un gran ejemplo para mí. La casa vivía llena de música, de la salsa que amaba mi papá, pero también llena de ruidos, de risas, de llantos, de gritos, porque éramos una familia grande y particular. Crecí en esa época en la que era posible que los niños salieran a jugar a la calle todo el día, correr de arriba abajo, andar en la bicicleta. Todo el mundo sabía quién era quién, y las puertas de las casas estaban siempre abiertas.
P. Su papá fue muy importante en su carrera…
R. Sí. Mucho. A los 16 años, cuando volvía del Conservatorio en Cali, le decía: “Creo que yo quiero vivir de esto. Eso es lo que quiero hacer”, y me respondía: “hijita yo entiendo, pero ¿de qué va a vivir? Los artistas en Colombia no son bien pagos”. Yo siempre le contestaba que no sabía cómo iba a hacer, pero que no me imaginaba haciendo otra cosa. Era una necesidad de mi corazón. Él lo entendió, y me dijo: “cuenta conmigo, yo voy a estar allí siempre”.
P. En Colombia no es mucha la gente que se dedica a la ópera ni que prefiera ese género ¿Cómo terminó usted en ese ámbito?
R. Yo llegué al conservatorio sin saber qué era el canto lírico y sin saber qué iba a cantar. Solo había estado en talleres de canto popular. Leí “canto” y solo pensé, “qué bonito, vamos a cantar baladas y música colombiana”, pero no. Todo fue una sorpresa. Luego, me enganché de una cantante norteamericana, Jessye Norman. La escuché en un casete de una profesora que, como yo no conocía el género, me llevaba a su casa y me mostraba. Entre ellas estaba una grabación de Norman cantando Wesendonck Lieder, canciones alemanas de Richard Wagner. Las escuché y se me reconfiguró todo, pese a que no entendía absolutamente nada de lo que estaba cantando ni sabía que Norman era afroamericana.
P. ¿Cómo fue el cambio al vivir en Alemania?
R. Llegué en 2009, cuando tenía 26 años. Lo logré después de esperar un período, porque me fui con una beca armada entre empresas de Cali, colegas y amigos. Fue una aventura preciosísima ideada por mi profesor Francisco Vergara. Él fue el culpable de que pudiera irme para Colonia, de que pudiera comenzar a soñar más grande. A los seis meses ya estaba hablando alemán, con errores gramaticales pero lo hablaba. Hubo muchos momentos y cambios difíciles y en soledad, y hasta el día de hoy algunas cosas me pegan muy duro. Además, en toda la escuela solo había dos personas afro, mi profesora de canto y yo. No pensé que esto fuera a ser como tan relevante, pero lo fue, se notaba las miradas y los comentarios.
P. ¿Vivió actos de racismo?
R. Sí, de manera indirecta y directa. Por ejemplo, a la hora de repartir los roles, mi voz podía funcionar para muchas cosas. Pero era negra, pero también por venir de donde venía, por ser latina y ser mujer de talla grande, entonces no era posible que cantara ciertos géneros, a pesar de que estaba en mi derecho como estudiante de máster de ópera. Eso sigue siendo una lucha, a pesar de que hoy en día hay directores escénicos que están más abiertos a conceptos diferentes, menos clásicos o tradicionales. Pero fue una lástima que no hubiese tenido las oportunidades que merecía, como estudiante y en la primera época de mi vida profesional.
Más adelante pasé por Berlín y mi primera experiencia allí fue un poco traumática con el racismo. Me subí a un bus y me senté junto a alguien, y esa persona inmediatamente se paró y se sentó en otro lugar. Fueron experiencias odiosas que no vale la pena resaltar.
P. Del otro lado, ¿la ha sorprendido la acogida en algún lugar?
R. Recuerdo mucho unos conciertos que tuvimos en Bangkok, en Tailandia, con la filarmónica de allá. Fue bastante especial porque tuve la oportunidad de cantar canciones latinoamericanas. Hay un par de fotos que me muestran afuera, después del concierto, dando autógrafos. El teatro entero se quedó recibiéndolos, todos querían tomarse fotos.
P. ¿Hay algún otro concierto que le generó un afecto particular?
R. Sí, uno que di en la catedral de Buenaventura. Ese día todo el mundo fue a la misa, a coger puesto para el concierto. Fue superlindo ver la iglesia llena, con unas mil personas donde caben 400. Yo tenía la preocupación de que iba a cantar un repertorio clásico del mundo, en italiano, en francés, en alemán ¿y qué pasaba si la gente no entendía? Pero eso no importó, la gente estaba contenta y atenta a ver qué era lo que yo me había ido tan lejos a aprender. La música traspasó las barreras del idioma, cerramos con Mi Buenaventura, y toda la iglesia se paró. Cantaron juntos, incluso los que se habían quedado afuera. Fue inolvidable.
P. Quizá esa euforia tiene que ver con que las historias de logros de ese tipo no son muy comunes en el puerto. ¿Qué enseñanzas le ha dejado ese éxito?
R. He sentido mi historia como la que va por el mundo abriendo un camino que no existe, con el machete en la mano abriendo para poder pasar. Mi tarea es abrir el camino para las generaciones que vienen y regresar como observadora, a ver dónde encuentro esos diamanticos para contarles de esta historia. Que sepan que así como ellos son, yo era, y que ellos también tienen la oportunidad de hacer algo mucho más grande de lo que el entorno les está ofreciendo. Romper cadenas de opresión, de esclavitud y de escasez con el simple hecho de llevar un poco de luz para que ellos mismos vean lo grandes que son.
P. ¿Ha pensado en volver a vivir en su tierra?
R. Sí, pero no todavía. Por ahora, tengo muchos proyectos para el Pacífico colombiano. Deseo de que se pueda conectar con el mundo, que se puedan generar intercambios culturales y musicales con el propósito de que se conozca en profundidad cada una de nuestras culturas.
P. ¿A qué le suena Buenaventura? ¿A qué le suena el Pacífico?
R. El Pacífico me suena a casa, casi que ni lo puedo expresar con palabras. Es un estado de calma, de “todo está bien”, de “es aquí donde pertenezco y donde quiero estar”.
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Fue allí, en la capital del Valle del Cauca, donde pasó su adolescencia y donde estudió en el Conservatorio Antonio María Valencia. Luego, atrapada en el encanto de la música clásica, gracias al apoyo de su mentor, buscó estudiar en la Escuela Superior de Música de Colonia, Alemania, su puerta de entrada a los grandes escenarios de la ópera. No fue fácil, cuenta. Enfrentó los prejuicios contra los latinos, el racismo, la gordofobia. Pese a todo, el espíritu de su tierra natal, donde las oportunidades escasean pero la gente se la rebusca a diario, la impulsa para seguir. Tras 15 años en Alemania, ha cantado en prestigiosos escenarios de todo el mundo, desde Tailandia hasta Nueva York.
De tanto en tanto regresa a Colombia y visita a su madre en Cali, una ciudad donde la gente la reconoce en las calles. En medio de esta entrevista, una joven que la observaba de lejos se acercó, la abrazo y rompió en llanto. “Gracias, gracias, maestra”, le dijo esa mujer, de un pequeño municipio del atribulado Cauca que, tomándola como ejemplo, ahora estudia para ser cantante de ópera. “Es necesario sobrevivir a la violencia para contar nuestra historia, y es necesario contar nuestra historia para sobrevivir a la violencia”, contesta Garcés.
P. Sus primeros acercamientos a la música fueron atípicos, surgieron de una tragedia, ¿cómo fue eso?
R. Hubo un periodo difícil para mi familia. Mi padre, un hombre maravilloso, tuvo en un momento dificultades con el alcohol. Eso golpeó a mi madre, que sufrió muchísimo y trató de protegernos, callando lo que ocurría. Yo tomé ese silencio no como protección, sino como rechazo, lo que hizo que creciera con un corazón un poco lastimado. Me aislé bastante, me cerré. Justo por esa época, en la que yo tenía 10 u 11 años, mi abuela enfermó y murió. Fue muy difícil, porque ella era la que me demostraba cariño abiertamente. A través de ella experimentaba el amor. Sin ella, yo no tenía la posibilidad de hablar. Fue como perder mi hogar.
Para poder procesarlo me encerré en el cuarto de San Alejo de la casa. Me construí un refugio con mis juguetes, y allí pasaba la mayor parte del tiempo. En ese proceso, estando allí sola, empecé a tratar de sacar las cosas que sentía que no podía procesar. Un día, desde mis entrañas empezaron a fluir melodías que me ayudaron a expresar ese dolor, esa tristeza, esas emociones tan fuertes con las que estaba lidiando y que no tenía la oportunidad de expresar con palabras. Esos fueron mis inicios con el canto.
P. ¿Cómo había sido su infancia? ¿Cómo era crecer en la Buenaventura de los 80?
R. Crecí en El Trapiche, un barrio clase media. Mi padre, José Garcés, era profesor de matemáticas y coordinador de una escuela. Mi madre era artista y artesana, hacía muchas cosas hermosas con sus manos y fue también un gran ejemplo para mí. La casa vivía llena de música, de la salsa que amaba mi papá, pero también llena de ruidos, de risas, de llantos, de gritos, porque éramos una familia grande y particular. Crecí en esa época en la que era posible que los niños salieran a jugar a la calle todo el día, correr de arriba abajo, andar en la bicicleta. Todo el mundo sabía quién era quién, y las puertas de las casas estaban siempre abiertas.
P. Su papá fue muy importante en su carrera…
R. Sí. Mucho. A los 16 años, cuando volvía del Conservatorio en Cali, le decía: “Creo que yo quiero vivir de esto. Eso es lo que quiero hacer”, y me respondía: “hijita yo entiendo, pero ¿de qué va a vivir? Los artistas en Colombia no son bien pagos”. Yo siempre le contestaba que no sabía cómo iba a hacer, pero que no me imaginaba haciendo otra cosa. Era una necesidad de mi corazón. Él lo entendió, y me dijo: “cuenta conmigo, yo voy a estar allí siempre”.
P. En Colombia no es mucha la gente que se dedica a la ópera ni que prefiera ese género ¿Cómo terminó usted en ese ámbito?
R. Yo llegué al conservatorio sin saber qué era el canto lírico y sin saber qué iba a cantar. Solo había estado en talleres de canto popular. Leí “canto” y solo pensé, “qué bonito, vamos a cantar baladas y música colombiana”, pero no. Todo fue una sorpresa. Luego, me enganché de una cantante norteamericana, Jessye Norman. La escuché en un casete de una profesora que, como yo no conocía el género, me llevaba a su casa y me mostraba. Entre ellas estaba una grabación de Norman cantando Wesendonck Lieder, canciones alemanas de Richard Wagner. Las escuché y se me reconfiguró todo, pese a que no entendía absolutamente nada de lo que estaba cantando ni sabía que Norman era afroamericana.
P. ¿Cómo fue el cambio al vivir en Alemania?
R. Llegué en 2009, cuando tenía 26 años. Lo logré después de esperar un período, porque me fui con una beca armada entre empresas de Cali, colegas y amigos. Fue una aventura preciosísima ideada por mi profesor Francisco Vergara. Él fue el culpable de que pudiera irme para Colonia, de que pudiera comenzar a soñar más grande. A los seis meses ya estaba hablando alemán, con errores gramaticales pero lo hablaba. Hubo muchos momentos y cambios difíciles y en soledad, y hasta el día de hoy algunas cosas me pegan muy duro. Además, en toda la escuela solo había dos personas afro, mi profesora de canto y yo. No pensé que esto fuera a ser como tan relevante, pero lo fue, se notaba las miradas y los comentarios.
P. ¿Vivió actos de racismo?
R. Sí, de manera indirecta y directa. Por ejemplo, a la hora de repartir los roles, mi voz podía funcionar para muchas cosas. Pero era negra, pero también por venir de donde venía, por ser latina y ser mujer de talla grande, entonces no era posible que cantara ciertos géneros, a pesar de que estaba en mi derecho como estudiante de máster de ópera. Eso sigue siendo una lucha, a pesar de que hoy en día hay directores escénicos que están más abiertos a conceptos diferentes, menos clásicos o tradicionales. Pero fue una lástima que no hubiese tenido las oportunidades que merecía, como estudiante y en la primera época de mi vida profesional.
Más adelante pasé por Berlín y mi primera experiencia allí fue un poco traumática con el racismo. Me subí a un bus y me senté junto a alguien, y esa persona inmediatamente se paró y se sentó en otro lugar. Fueron experiencias odiosas que no vale la pena resaltar.
P. Del otro lado, ¿la ha sorprendido la acogida en algún lugar?
R. Recuerdo mucho unos conciertos que tuvimos en Bangkok, en Tailandia, con la filarmónica de allá. Fue bastante especial porque tuve la oportunidad de cantar canciones latinoamericanas. Hay un par de fotos que me muestran afuera, después del concierto, dando autógrafos. El teatro entero se quedó recibiéndolos, todos querían tomarse fotos.
P. ¿Hay algún otro concierto que le generó un afecto particular?
R. Sí, uno que di en la catedral de Buenaventura. Ese día todo el mundo fue a la misa, a coger puesto para el concierto. Fue superlindo ver la iglesia llena, con unas mil personas donde caben 400. Yo tenía la preocupación de que iba a cantar un repertorio clásico del mundo, en italiano, en francés, en alemán ¿y qué pasaba si la gente no entendía? Pero eso no importó, la gente estaba contenta y atenta a ver qué era lo que yo me había ido tan lejos a aprender. La música traspasó las barreras del idioma, cerramos con Mi Buenaventura, y toda la iglesia se paró. Cantaron juntos, incluso los que se habían quedado afuera. Fue inolvidable.
P. Quizá esa euforia tiene que ver con que las historias de logros de ese tipo no son muy comunes en el puerto. ¿Qué enseñanzas le ha dejado ese éxito?
R. He sentido mi historia como la que va por el mundo abriendo un camino que no existe, con el machete en la mano abriendo para poder pasar. Mi tarea es abrir el camino para las generaciones que vienen y regresar como observadora, a ver dónde encuentro esos diamanticos para contarles de esta historia. Que sepan que así como ellos son, yo era, y que ellos también tienen la oportunidad de hacer algo mucho más grande de lo que el entorno les está ofreciendo. Romper cadenas de opresión, de esclavitud y de escasez con el simple hecho de llevar un poco de luz para que ellos mismos vean lo grandes que son.
P. ¿Ha pensado en volver a vivir en su tierra?
R. Sí, pero no todavía. Por ahora, tengo muchos proyectos para el Pacífico colombiano. Deseo de que se pueda conectar con el mundo, que se puedan generar intercambios culturales y musicales con el propósito de que se conozca en profundidad cada una de nuestras culturas.
P. ¿A qué le suena Buenaventura? ¿A qué le suena el Pacífico?
R. El Pacífico me suena a casa, casi que ni lo puedo expresar con palabras. Es un estado de calma, de “todo está bien”, de “es aquí donde pertenezco y donde quiero estar”.
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