walker.elda
Member
- Registrado
- 27 Sep 2024
- Mensajes
- 55
Alguien sentenció una vez —yo aseguro que fue Manuel Vázquez Montalbán— que la patria del poeta es la lengua y la del novelista, la ciudad. Y es que la novelística contemporánea, como emanación y reflejo de las realidades que hemos vivido en las últimas décadas, se ha convertido en un relato en esencia urbano, porque los conflictos sociales y las propias vidas de los escritores han devenido cuestiones eminentemente citadinas.
Difícil resulta encontrar hoy obras como Pedro Páramo, Los pasos perdidos, Cien años de soledad o La casa verde, cuatro de las piezas más significativas de la narrativa hispánica de la mitad del siglo pasado en que personajes y escenarios se remitan a espacios rurales, al menos no citadinos, contextos cuya tipicidad depende de su singularidad más o menos irrepetible. Se trataba de una literatura que se propuso, además, realizar un intento de definición ontológica y gnoseológica de lo americano, como también lo buscó la obra de Faulkner, por ejemplo. Hoy, en cambio, creo que en la mayoría de las narrativas contemporáneas acuden al universo urbano y en el propio ejercicio de escritura, fijan la imagen de la ciudad y la tipifican a través de sus elementos físicos y espirituales. Y se trata de unas ciudades que cada vez se parecen más unas a las otras, porque generan problemáticas similares, conflictos humanos semejantes, aunque con la necesaria distinción que implica una pertenencia cultural que atañe y afecta, por supuesto, tanto a esas problemáticas sociales y conflictos individuales, como a las características físicas del escenario más distintivo de la urbe escrita.
Dublín, la capital irlandesa, ha sido, sin embargo y desde hace mucho, una ciudad intensamente literaria, y así, incluso, lo ha reconocido la UNESCO. Quizás solo con la obra de James Joyce, con sus relatos de Dublineses y, sobre todo, con los avatares citadinos de Leopold Bloom en las 24 horas en que se desarrolla la trama de Ulises, serviría para darle esa categoría. Hay, por supuesto, una ruta Joyce para los visitantes de esa urbe en la que también vivieron y escribieron, entre otros, los magníficos Oscar Wilde, Bram Stoker y William Butler Yeats, y donde aún viven y escriben John Banville y su sosias Benjamin Black, el padre del inefable Quirke de sus intrigas policiales.
Autor de 37 novelas (¿cómo se hace para escribir 37 novelas?), 22 de ellas firmadas por John Banville y 15 por Benjamin Black, este es hoy, quizás, el más notable y reconocido representante de esa potente literatura irlandesa y uno de los autores que, con sus libros, más veces ha recorrido las calles, parques, pubs de Dublín.
La relación de Banville con ese entorno urbano parece haber resultado tan visceral que en 2016 publicó La alquimia del tiempo. Un memoir dublinés (que ahora al fin nos llega en versión castellana gracias a Alfaguara, el sello español que acoge su obra), una peculiar mezcla de memoria y autobiografía, puesta en función de la intensa e íntima relación del escritor con la ciudad.
Viaje a la urbe del pasado (reciente y también remoto) y del presente, y al pasado y al presente del novelista, La alquimia del tiempo es un ejercicio confesional a través del cual el escritor revela los modos en que desde su niñez, transcurrida en la localidad de Wexford, se acercó, penetró y se apropió de Dublín, la ciudad en que viviría y en la cual se desarrollaría una parte importante de su literatura. Pero no lo hace recreando una memoria afectiva y complaciente, sino más bien crítica, sardónica (es Banville, es Benjamin Black) hasta con la estructura física del contexto, con su atmósfera y sus personajes, incluidos sus colegas escritores de los cuales, asegura que, en una época, “la ciudad estaba bien servida de impostores, farsantes y poetastros”.
Especialmente cáustico se muestra Banville con el ambiente ideológico de Dublín (reflejo, creo, de todo el país), cuando afirma, por ejemplo, que “la Irlanda de la Era McDaid (la de su juventud) era un lugar mezquino y adverso para cualquiera que tuviera ambiciones artísticas”. Y agrega: “La primera vez que visité la Europa del Este a principios de los ochenta (…) enseguida me sentí espantosamente en casa: ellos tenían al Partido Comunista controlando la vida de la cuna a la tumba, mientras nosotros teníamos a la Iglesia Católica haciendo exactamente lo mismo”. Y los que hemos vivido en sistemas en los que la religión o la ideología rigen la existencia de los individuos y vigilan la creación artística, sabemos lo que tales condiciones sociales implican.
El recorrido a través de la ciudad, el tiempo y la memoria sirven a Banville sobre todo para hacer una serie de reflexiones sobre sí mismo que, tal vez, sean lo más significativo del texto. Indagaciones como la del peso y trascendencia de la niñez en la definición de la vida del hombre o descubrimientos como el del amor (o el desamor), valoraciones sobre la vejez y la experiencia, revelaciones dedicadas al hallazgo de las posibilidades literarias de la ciudad, todos son asuntos que acompañan y nutren el viaje existencial de siete décadas del escritor y le dan un carácter más profundo a la mirada que esta obra realiza sobre el espacio urbano.
Acompañar a John Banville en La alquimia del tiempo y su andar por los lugares de Dublín que lo han afectado como individuo y, sobre todo, como escritor, conocer cómo el tiempo trabaja sobre la memoria y la estiliza, nos permite ahora entender mucho mejor la narrativa de este hombre capaz de escribir treinta y siete novelas. Esos libros en los que, con su nombre o con el seudónimo de Benjamin Black, el escritor irlandés nos ha entregado algunas de las obras más enjundiosas de la narrativa contemporánea de lengua inglesa, con esa incesante indagación, siempre crítica, en las interioridades de la condición humana. Muchas veces, por supuesto, de la condición humana a la dublinesa, singular pero a la vez universal en manos de Banville.
Seguir leyendo
Difícil resulta encontrar hoy obras como Pedro Páramo, Los pasos perdidos, Cien años de soledad o La casa verde, cuatro de las piezas más significativas de la narrativa hispánica de la mitad del siglo pasado en que personajes y escenarios se remitan a espacios rurales, al menos no citadinos, contextos cuya tipicidad depende de su singularidad más o menos irrepetible. Se trataba de una literatura que se propuso, además, realizar un intento de definición ontológica y gnoseológica de lo americano, como también lo buscó la obra de Faulkner, por ejemplo. Hoy, en cambio, creo que en la mayoría de las narrativas contemporáneas acuden al universo urbano y en el propio ejercicio de escritura, fijan la imagen de la ciudad y la tipifican a través de sus elementos físicos y espirituales. Y se trata de unas ciudades que cada vez se parecen más unas a las otras, porque generan problemáticas similares, conflictos humanos semejantes, aunque con la necesaria distinción que implica una pertenencia cultural que atañe y afecta, por supuesto, tanto a esas problemáticas sociales y conflictos individuales, como a las características físicas del escenario más distintivo de la urbe escrita.
Dublín, la capital irlandesa, ha sido, sin embargo y desde hace mucho, una ciudad intensamente literaria, y así, incluso, lo ha reconocido la UNESCO. Quizás solo con la obra de James Joyce, con sus relatos de Dublineses y, sobre todo, con los avatares citadinos de Leopold Bloom en las 24 horas en que se desarrolla la trama de Ulises, serviría para darle esa categoría. Hay, por supuesto, una ruta Joyce para los visitantes de esa urbe en la que también vivieron y escribieron, entre otros, los magníficos Oscar Wilde, Bram Stoker y William Butler Yeats, y donde aún viven y escriben John Banville y su sosias Benjamin Black, el padre del inefable Quirke de sus intrigas policiales.
Entre lo más significativo, figuran sus indagaciones sobre el peso de la niñez, el (des)amor y las valoraciones de la experiencia y la vejez
Autor de 37 novelas (¿cómo se hace para escribir 37 novelas?), 22 de ellas firmadas por John Banville y 15 por Benjamin Black, este es hoy, quizás, el más notable y reconocido representante de esa potente literatura irlandesa y uno de los autores que, con sus libros, más veces ha recorrido las calles, parques, pubs de Dublín.
La relación de Banville con ese entorno urbano parece haber resultado tan visceral que en 2016 publicó La alquimia del tiempo. Un memoir dublinés (que ahora al fin nos llega en versión castellana gracias a Alfaguara, el sello español que acoge su obra), una peculiar mezcla de memoria y autobiografía, puesta en función de la intensa e íntima relación del escritor con la ciudad.
Viaje a la urbe del pasado (reciente y también remoto) y del presente, y al pasado y al presente del novelista, La alquimia del tiempo es un ejercicio confesional a través del cual el escritor revela los modos en que desde su niñez, transcurrida en la localidad de Wexford, se acercó, penetró y se apropió de Dublín, la ciudad en que viviría y en la cual se desarrollaría una parte importante de su literatura. Pero no lo hace recreando una memoria afectiva y complaciente, sino más bien crítica, sardónica (es Banville, es Benjamin Black) hasta con la estructura física del contexto, con su atmósfera y sus personajes, incluidos sus colegas escritores de los cuales, asegura que, en una época, “la ciudad estaba bien servida de impostores, farsantes y poetastros”.
Especialmente cáustico se muestra Banville con el ambiente ideológico de Dublín (reflejo, creo, de todo el país), cuando afirma, por ejemplo, que “la Irlanda de la Era McDaid (la de su juventud) era un lugar mezquino y adverso para cualquiera que tuviera ambiciones artísticas”. Y agrega: “La primera vez que visité la Europa del Este a principios de los ochenta (…) enseguida me sentí espantosamente en casa: ellos tenían al Partido Comunista controlando la vida de la cuna a la tumba, mientras nosotros teníamos a la Iglesia Católica haciendo exactamente lo mismo”. Y los que hemos vivido en sistemas en los que la religión o la ideología rigen la existencia de los individuos y vigilan la creación artística, sabemos lo que tales condiciones sociales implican.
El recorrido a través de la ciudad, el tiempo y la memoria sirven a Banville sobre todo para hacer una serie de reflexiones sobre sí mismo que, tal vez, sean lo más significativo del texto. Indagaciones como la del peso y trascendencia de la niñez en la definición de la vida del hombre o descubrimientos como el del amor (o el desamor), valoraciones sobre la vejez y la experiencia, revelaciones dedicadas al hallazgo de las posibilidades literarias de la ciudad, todos son asuntos que acompañan y nutren el viaje existencial de siete décadas del escritor y le dan un carácter más profundo a la mirada que esta obra realiza sobre el espacio urbano.
Acompañar a John Banville en La alquimia del tiempo y su andar por los lugares de Dublín que lo han afectado como individuo y, sobre todo, como escritor, conocer cómo el tiempo trabaja sobre la memoria y la estiliza, nos permite ahora entender mucho mejor la narrativa de este hombre capaz de escribir treinta y siete novelas. Esos libros en los que, con su nombre o con el seudónimo de Benjamin Black, el escritor irlandés nos ha entregado algunas de las obras más enjundiosas de la narrativa contemporánea de lengua inglesa, con esa incesante indagación, siempre crítica, en las interioridades de la condición humana. Muchas veces, por supuesto, de la condición humana a la dublinesa, singular pero a la vez universal en manos de Banville.
Seguir leyendo
Banville, Dublín, la vida
El escritor irlandés, que también firma como Benjamin Black, publica una mezcla de memoria y autobiografía puesta en función de su íntima relación con la ciudad
elpais.com