raquel61
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Algunas prendas de ropa tienen el don de la metonimia, se convierten en un símbolo visual de las personas que las usan: la prenda, la parte, evoca al todo, quien la viste. El pasado 13 de julio la cuenta de Twitter @MythicalIberia compartió la imagen de una bata veraniega de señora. El tuit se llenó de comentarios que hacían referencia a recuerdos personales, casi todos unidos a madres, abuelas, tías... A familiares y conocidas que las han usado y las usan, a un tipo de mujer que ha marcado las vidas de muchos y que, como la prenda, vive ajena a su valiosa impronta. De cuadros, de flores y otros estampados, lisas... la bata es el uniforme oficial de esas señoras de pueblos, de ciudades pequeñas o de barrios humildes de grandes ciudades, trabajadoras, familiares, que la usan por su comodidad, su ligereza y su versatilidad. La bata es, pues, parte de nuestra educación sentimental.
El de la metonimia no es el único don de la bata. También tiene el don de la ubicuidad. La bata ha viajado por todas las regiones de España y también tiene mucha vida fuera de nuestras fronteras, principalmente en los países mediterráneos y en muchos latinoamericanos, como Chile, Argentina y México. Y del mismo modo, ha viajado por geolectos. Parafraseando a Leonardo Dantés, tiene nombres mil: bata, bambo, loquito, babi, sisi, saco, pintora, mandilón, cotón... Muchos nombres, una sola prenda.
Sin salir de la terminología, las palabras que utilizamos para describirla nos dan muchas pistas de cómo se la concibe. Podemos distribuir los términos en dos grupos: los ausentes del DRAE a pesar de su uso común, con “bambo” a la cabeza, y aquellos que sí han sido recogidos por el diccionario de la Real Academia, como bata, saco o babi, a pesar de lo cual ninguna de sus acepciones se refiere de manera directa a la prenda que nos ocupa. Tiene sentido porque otro de los dones de la bata ha sido el de la invisibilidad, fruto de la cuestionable invisibilidad de las mujeres que la han portado.
De la misma forma, parecen proscritas del análisis de la historia de la indumentaria. ¿La bata siempre estuvo ahí? En el prólogo que Ortega y Gasset escribió para Tipos y trajes, el libro de José de Ortiz Echagüe sobre la indumentaria popular en España, dejó por escrito algo que, si bien aludía a los trajes regionales, puede aplicarse a nuestra querida bata: “Ningún traje popular es autóctono ni eterno, y, sin embargo, todos lo parecen. Esto es lo interesante, lo sugestivo. En esto revela, efectivamente, la clase inferior social su potencia de estilo. La auténtica antigüedad de un objeto usado por ella y sólo por ella, no permitirá reconocer su fuerza de creación artística, personalísima, impregnadora de cuanta materia toca”.
En su rastreo, el primer obstáculo con el que uno se encuentra es el de la polisemia de la palabra bata. La bata, en el siglo XVIII, era un vestido con dos pliegues traseros, herederos de la robe a la française, utilizado por mujeres de clase alta y que nada tiene que ver con la que nos ocupa. En el siglo XIX se circunscribe a la bata masculina, prenda usada informalmente en casa y que poco a poco se fue adaptando a la indumentaria femenina. Esa bata ya adoptada por las mujeres se fue estilizando, recibiendo influencias orientales y convirtiéndose en una prenda de moda. En ABC se encuentra una crónica del 1926 escrita por Dy Safford cuyo título no deja lugar a dudas: “El uso de la bata es indispensable durante el estío”. El texto proseguía: “En cuanto el calor se deja sentir, la bata es algo semejante a un oasis, en cuyo recuerdo se complace uno cuando el sol cae a plano sobre nosotras durante ese paseo matinal del que no se prescinde ni en agosto”. De nuevo, no estamos hablando de nuestra bata, sino de un vestido amplio y fresco utilizado por las mujeres de clase alta. Pero precisamente en los años veinte del siglo pasado podemos encontrar los albores de nuestra prenda, teniendo en cuenta varios factores: que ya había comenzado fuera de España una tímida incorporación de la mujer al trabajo masculino fruto de la primera Guerra Mundial y por tanto su indumentaria también se había adaptado a esa circunstancia y que en los años veinte es cuando se empieza a recortar el largo aceptable para las prendas inferiores de la mujer.
El camino inverso al que parece recorrido por otra bata esencial en la cultura española: la bata de cola. Aunque sus orígenes no están del todo claros, muchos historiadores defienden que proviene de la bata de faena que vestían campesinas que viajaban con tratantes de ganado y que empezaron a llamar la atención de las mujeres de la alta sociedad de Sevilla. “Fueron estas las que empezaron a recrear estas vestimentas, sobre todo a partir de 1847. Ese mismo año, en la Feria de Abril del ganado de Sevilla muchas mujeres, sobre todo gitanas, acompañaron a sus maridos con motivo de lucir sus trajes”, explica Mónica González Martín.
Podemos encontrarlas en imágenes de la época. Las mujeres retratadas en Bombardeo del aeródromo de Cuatro Vientos, la fotografía de Alfonso Sánchez Portela de 1930, llevan unos vestidos primos hermanos de las batas que hoy conocemos. Entrados los años cincuenta, muchas fotografías de Ramón Massats también la inmortalizan. La bata vino para quedarse en los duros años de posguerra como prenda polivalente, otro de sus dones: valía para trabajar (y para diferentes trabajos, con pocas variaciones podía utilizarse en el campo, como uniforme del empleada del hogar, para faenar, para la escuela y para el trabajo en la fábrica con el sempiterno pañuelo en la cabeza) y para estar en casa, para el verano y para el invierno (con un jersey o una camiseta que a menudo se colocaba por debajo de esta), para el campo y para la ciudad. Ya en los sesenta y setenta, la mujer con bata se puede encontrar en cualquier foto de agencia sobre las jornaleras; por ejemplo, en esta selección de la agencia EFE, que sirve para recordar que la bata a menudo ha sido combinada con mandil o delantal, accesorios que merecen tema aparte. La venta en las grandes superficies a partir de los sesenta y la popularización en los mercadillos contribuyó a su implantación. Es fácil encontrar anuncios, tirando de hemerotecas de venta de batas en SEPU, donde una “bata delantal” costaba 69 pesetas en 1964 o en PRYCA, donde una “Bata sin manga fantasía” costaba 490 pesetas en 1982.
La fotógrafa Lucía Herrero la analiza en su serie fotográfica Tributo a la bata, ahora expuesta, en el marco de PhotoEspaña, en el centro DKV de Zaragoza, que forma parte de un enfoque más global que ella denomina Antropología fantástica. “Hacía años que me interesaba el personaje de la mujer educada para cuidarlos a todos, para ser esposa, madre, hija, cuñada. Ella cuidó a todos, pero no había espacio para sus propios deseos ni ambiciones. Esta mujer fue pilar de una sociedad pero no tenía voz efectiva en la misma. Más adelante vi que para hablar de ella necesitaba un punto central alrededor del cual trazar el círculo con mi compás. Éste fue la bata (de trabajo): una prenda que representa a ese tipo de mujer que trabajaba en casa y en el campo. Tanto la prenda como su portadora, están en proceso de extinción. Las últimas son octogenarias y a sus hijas ya les tocó vivir una época diferente. Ellas son el eslabón del cambio”.
Para ello se trasladó a Villamienzo, un pequeño pueblo de Palencia rodeado de campos de cereal y girasoles. “Allí seis mujeres octogenarias se prestaron voluntarias a hacerme de modelos representándose a sí mismas. Aparecí con unas batas diseñadas por mi y mi amigo Julen y otras tantas compradas en el rastro de Madrid al kilo. Le añadí un ligero pero eficiente estilismo y procedí a fotografiar a las mujeres en lugares de su pueblo. Rompimos sus rutinas y mancillamos los lugares sagrados. Traté la sesión en parte como si fuera un shooting de moda, con la bata como centro del estudio antropológico que cubre un análisis social, geopolítico y de género”. Herrero explica también que su trabajo no solo se circunscribe al resultado de las imágenes: “El tributo a ellas no es solo el resultado final, las fotos que pueden ser admiradas, sino la sesión en sí, la aventura del juego al que no están acostumbradas”. En este sentido incidió también el corto documental Bata por fuera, mujer por dentro (2008) de la directora brasileña de origen gallego Claudia Brenlla.
Aunque las señoras que la han portado y que la portan no estén acostumbradas a ser las protagonistas, hay que recordar que la bata y quienes la llevan han tenido también su lugar en el cine. En el cine rural de los años treinta y cuarenta ya hay muestras de batas. No obstante, quizá la primera película importante en la que tienen su espacio es Surcos (1951) de José Antonio Nieves Conde, la gran película española sobre el éxodo del campo a la ciudad. Y del mismo modo que la bata tiene el poder de recordarnos a nuestras madres y abuelas, también nos trae a la memoria a ciertas actrices expertas en papeles de señoras de clase baja en todas sus variantes. Es fácil ver una bata y pensar en mujeres tan diferentes como Lola Gaos, Laly Soldevilla, Chus Lampreave o Florinda Chico. Y no solo en nuestro cine: el neorrealismo italiano también tiene muchos ejemplos de señora con bata. Sophia Loren en Dos mujeres, Anna Magnani en El amor, por poner dos ejemplos.
Pero volvamos a nuestro redil. Si un director de cine ha hecho de la bata un elemento clave en su filmografía ese ha sido Pedro Almodóvar. Desde ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984), su cuarta película comercial, donde vemos a Carmen Maura limpiar el gimnasio de kendo en el que trabaja, ataviada con una bata sin mangas de flores azules, hasta Dolor y gloria (2019), cuyo arranque, con las mujeres lavando en el río y cantando A tu vera es un festín de batas. Paola Torres, figurinista de Dolor y gloria, le contó a Noelia Ramírez para esta revista la relación que existe entre el vestuario que eligió para la película y su historia personal: “Es una escena en la que Penélope (Jacinta en la película) está cosiendo mientras su hijo toma clases con el pintor. La bata que lleva es un modelo que encontré en una tienda vintage. La compré porque era igual a una que llevaba mi madre, que también era una mujer rural, analfabeta y muy trabajadora. Siempre llevaba esa bata de campo. Yo, de pequeña, odiaba verla; tanto, que llegue a escondérsela. Cuando la encontré en la tienda buscando vestuario no me lo podía creer. Una bata igualita. Fue como una llamada del destino. Se lo comenté a Pedro (Amodóvar), le encantó la idea de incluirla y la adaptamos para Penélope. Para mí es como un homenaje a mi madre”.
La bata se explicita en un diálogo de La flor de mi secreto, donde Leo (Marisa Paredes) habla con su madre, Chus Lampreave:
–Mamá, ¿por qué no se pone la bata que le regalé?
–Ah no, esa es muy hermosa, esa es para museo.
–Pero yo se la compré para que se la pusiera.
–¡Qué no! Esa está mejor guardada.
Por mucho que le pudiera pesar al personaje interpretado por Lampreave, la bata no es aún un objeto de museo. Pero su presencia silenciosa y constante forma parte de un imaginario común e indispensable. De su futuro poco se puede podemos avanzar. Lucía Herrero cree que está condenada a desaparecer con las mujeres que hicieron de ella su vestimenta oficial: “Seguirá existiendo el uniforme de los diferentes oficios que necesitan protegerse de las manchas, pero la bata que cubre a esta señora, morirá con ella. Esa es la realidad. Y no pasa nada, es la vida”. En cualquier caso, su pertenencia a ese acervo popular le garantizará, a través de la memoria, el último superpoder: la inmortalidad.
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The mythical BATA. pic.twitter.com/103esjgMYR
— Mythical Iberia (@MythicalIberia) July 12, 2024
El de la metonimia no es el único don de la bata. También tiene el don de la ubicuidad. La bata ha viajado por todas las regiones de España y también tiene mucha vida fuera de nuestras fronteras, principalmente en los países mediterráneos y en muchos latinoamericanos, como Chile, Argentina y México. Y del mismo modo, ha viajado por geolectos. Parafraseando a Leonardo Dantés, tiene nombres mil: bata, bambo, loquito, babi, sisi, saco, pintora, mandilón, cotón... Muchos nombres, una sola prenda.
Sin salir de la terminología, las palabras que utilizamos para describirla nos dan muchas pistas de cómo se la concibe. Podemos distribuir los términos en dos grupos: los ausentes del DRAE a pesar de su uso común, con “bambo” a la cabeza, y aquellos que sí han sido recogidos por el diccionario de la Real Academia, como bata, saco o babi, a pesar de lo cual ninguna de sus acepciones se refiere de manera directa a la prenda que nos ocupa. Tiene sentido porque otro de los dones de la bata ha sido el de la invisibilidad, fruto de la cuestionable invisibilidad de las mujeres que la han portado.
De la misma forma, parecen proscritas del análisis de la historia de la indumentaria. ¿La bata siempre estuvo ahí? En el prólogo que Ortega y Gasset escribió para Tipos y trajes, el libro de José de Ortiz Echagüe sobre la indumentaria popular en España, dejó por escrito algo que, si bien aludía a los trajes regionales, puede aplicarse a nuestra querida bata: “Ningún traje popular es autóctono ni eterno, y, sin embargo, todos lo parecen. Esto es lo interesante, lo sugestivo. En esto revela, efectivamente, la clase inferior social su potencia de estilo. La auténtica antigüedad de un objeto usado por ella y sólo por ella, no permitirá reconocer su fuerza de creación artística, personalísima, impregnadora de cuanta materia toca”.
En su rastreo, el primer obstáculo con el que uno se encuentra es el de la polisemia de la palabra bata. La bata, en el siglo XVIII, era un vestido con dos pliegues traseros, herederos de la robe a la française, utilizado por mujeres de clase alta y que nada tiene que ver con la que nos ocupa. En el siglo XIX se circunscribe a la bata masculina, prenda usada informalmente en casa y que poco a poco se fue adaptando a la indumentaria femenina. Esa bata ya adoptada por las mujeres se fue estilizando, recibiendo influencias orientales y convirtiéndose en una prenda de moda. En ABC se encuentra una crónica del 1926 escrita por Dy Safford cuyo título no deja lugar a dudas: “El uso de la bata es indispensable durante el estío”. El texto proseguía: “En cuanto el calor se deja sentir, la bata es algo semejante a un oasis, en cuyo recuerdo se complace uno cuando el sol cae a plano sobre nosotras durante ese paseo matinal del que no se prescinde ni en agosto”. De nuevo, no estamos hablando de nuestra bata, sino de un vestido amplio y fresco utilizado por las mujeres de clase alta. Pero precisamente en los años veinte del siglo pasado podemos encontrar los albores de nuestra prenda, teniendo en cuenta varios factores: que ya había comenzado fuera de España una tímida incorporación de la mujer al trabajo masculino fruto de la primera Guerra Mundial y por tanto su indumentaria también se había adaptado a esa circunstancia y que en los años veinte es cuando se empieza a recortar el largo aceptable para las prendas inferiores de la mujer.
Aunque los orígenes de la bata de cola no están del todo claros, muchos historiadores defienden que proviene de la bata de faena que vestían campesinas que viajaban con tratantes de ganado y que empezaron a llamar la atención de las mujeres de la alta sociedad de Sevilla
El camino inverso al que parece recorrido por otra bata esencial en la cultura española: la bata de cola. Aunque sus orígenes no están del todo claros, muchos historiadores defienden que proviene de la bata de faena que vestían campesinas que viajaban con tratantes de ganado y que empezaron a llamar la atención de las mujeres de la alta sociedad de Sevilla. “Fueron estas las que empezaron a recrear estas vestimentas, sobre todo a partir de 1847. Ese mismo año, en la Feria de Abril del ganado de Sevilla muchas mujeres, sobre todo gitanas, acompañaron a sus maridos con motivo de lucir sus trajes”, explica Mónica González Martín.
Podemos encontrarlas en imágenes de la época. Las mujeres retratadas en Bombardeo del aeródromo de Cuatro Vientos, la fotografía de Alfonso Sánchez Portela de 1930, llevan unos vestidos primos hermanos de las batas que hoy conocemos. Entrados los años cincuenta, muchas fotografías de Ramón Massats también la inmortalizan. La bata vino para quedarse en los duros años de posguerra como prenda polivalente, otro de sus dones: valía para trabajar (y para diferentes trabajos, con pocas variaciones podía utilizarse en el campo, como uniforme del empleada del hogar, para faenar, para la escuela y para el trabajo en la fábrica con el sempiterno pañuelo en la cabeza) y para estar en casa, para el verano y para el invierno (con un jersey o una camiseta que a menudo se colocaba por debajo de esta), para el campo y para la ciudad. Ya en los sesenta y setenta, la mujer con bata se puede encontrar en cualquier foto de agencia sobre las jornaleras; por ejemplo, en esta selección de la agencia EFE, que sirve para recordar que la bata a menudo ha sido combinada con mandil o delantal, accesorios que merecen tema aparte. La venta en las grandes superficies a partir de los sesenta y la popularización en los mercadillos contribuyó a su implantación. Es fácil encontrar anuncios, tirando de hemerotecas de venta de batas en SEPU, donde una “bata delantal” costaba 69 pesetas en 1964 o en PRYCA, donde una “Bata sin manga fantasía” costaba 490 pesetas en 1982.
La fotógrafa Lucía Herrero la analiza en su serie fotográfica Tributo a la bata, ahora expuesta, en el marco de PhotoEspaña, en el centro DKV de Zaragoza, que forma parte de un enfoque más global que ella denomina Antropología fantástica. “Hacía años que me interesaba el personaje de la mujer educada para cuidarlos a todos, para ser esposa, madre, hija, cuñada. Ella cuidó a todos, pero no había espacio para sus propios deseos ni ambiciones. Esta mujer fue pilar de una sociedad pero no tenía voz efectiva en la misma. Más adelante vi que para hablar de ella necesitaba un punto central alrededor del cual trazar el círculo con mi compás. Éste fue la bata (de trabajo): una prenda que representa a ese tipo de mujer que trabajaba en casa y en el campo. Tanto la prenda como su portadora, están en proceso de extinción. Las últimas son octogenarias y a sus hijas ya les tocó vivir una época diferente. Ellas son el eslabón del cambio”.
Para ello se trasladó a Villamienzo, un pequeño pueblo de Palencia rodeado de campos de cereal y girasoles. “Allí seis mujeres octogenarias se prestaron voluntarias a hacerme de modelos representándose a sí mismas. Aparecí con unas batas diseñadas por mi y mi amigo Julen y otras tantas compradas en el rastro de Madrid al kilo. Le añadí un ligero pero eficiente estilismo y procedí a fotografiar a las mujeres en lugares de su pueblo. Rompimos sus rutinas y mancillamos los lugares sagrados. Traté la sesión en parte como si fuera un shooting de moda, con la bata como centro del estudio antropológico que cubre un análisis social, geopolítico y de género”. Herrero explica también que su trabajo no solo se circunscribe al resultado de las imágenes: “El tributo a ellas no es solo el resultado final, las fotos que pueden ser admiradas, sino la sesión en sí, la aventura del juego al que no están acostumbradas”. En este sentido incidió también el corto documental Bata por fuera, mujer por dentro (2008) de la directora brasileña de origen gallego Claudia Brenlla.
Aunque las señoras que la han portado y que la portan no estén acostumbradas a ser las protagonistas, hay que recordar que la bata y quienes la llevan han tenido también su lugar en el cine. En el cine rural de los años treinta y cuarenta ya hay muestras de batas. No obstante, quizá la primera película importante en la que tienen su espacio es Surcos (1951) de José Antonio Nieves Conde, la gran película española sobre el éxodo del campo a la ciudad. Y del mismo modo que la bata tiene el poder de recordarnos a nuestras madres y abuelas, también nos trae a la memoria a ciertas actrices expertas en papeles de señoras de clase baja en todas sus variantes. Es fácil ver una bata y pensar en mujeres tan diferentes como Lola Gaos, Laly Soldevilla, Chus Lampreave o Florinda Chico. Y no solo en nuestro cine: el neorrealismo italiano también tiene muchos ejemplos de señora con bata. Sophia Loren en Dos mujeres, Anna Magnani en El amor, por poner dos ejemplos.
Pero volvamos a nuestro redil. Si un director de cine ha hecho de la bata un elemento clave en su filmografía ese ha sido Pedro Almodóvar. Desde ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984), su cuarta película comercial, donde vemos a Carmen Maura limpiar el gimnasio de kendo en el que trabaja, ataviada con una bata sin mangas de flores azules, hasta Dolor y gloria (2019), cuyo arranque, con las mujeres lavando en el río y cantando A tu vera es un festín de batas. Paola Torres, figurinista de Dolor y gloria, le contó a Noelia Ramírez para esta revista la relación que existe entre el vestuario que eligió para la película y su historia personal: “Es una escena en la que Penélope (Jacinta en la película) está cosiendo mientras su hijo toma clases con el pintor. La bata que lleva es un modelo que encontré en una tienda vintage. La compré porque era igual a una que llevaba mi madre, que también era una mujer rural, analfabeta y muy trabajadora. Siempre llevaba esa bata de campo. Yo, de pequeña, odiaba verla; tanto, que llegue a escondérsela. Cuando la encontré en la tienda buscando vestuario no me lo podía creer. Una bata igualita. Fue como una llamada del destino. Se lo comenté a Pedro (Amodóvar), le encantó la idea de incluirla y la adaptamos para Penélope. Para mí es como un homenaje a mi madre”.
La bata se explicita en un diálogo de La flor de mi secreto, donde Leo (Marisa Paredes) habla con su madre, Chus Lampreave:
–Mamá, ¿por qué no se pone la bata que le regalé?
–Ah no, esa es muy hermosa, esa es para museo.
–Pero yo se la compré para que se la pusiera.
–¡Qué no! Esa está mejor guardada.
Por mucho que le pudiera pesar al personaje interpretado por Lampreave, la bata no es aún un objeto de museo. Pero su presencia silenciosa y constante forma parte de un imaginario común e indispensable. De su futuro poco se puede podemos avanzar. Lucía Herrero cree que está condenada a desaparecer con las mujeres que hicieron de ella su vestimenta oficial: “Seguirá existiendo el uniforme de los diferentes oficios que necesitan protegerse de las manchas, pero la bata que cubre a esta señora, morirá con ella. Esa es la realidad. Y no pasa nada, es la vida”. En cualquier caso, su pertenencia a ese acervo popular le garantizará, a través de la memoria, el último superpoder: la inmortalidad.
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