Luciano_Spencer
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Las enseñanzas de la historiografía musical son exactamente válidas para ser aplicadas a la valoración del repertorio coréutico en prácticamente todas las ramas de la danza y el ballet. De hecho, ya Rameau, y no sólo él, en sus tiempos, explicó y fijó estos términos y rigores en la conservación y transmisión de las obras que iban a constituir el edificio artístico y su “decoración interior”, sus contenidos. La coreografía siempre ha demostrado su fragilidad a la hora de ser manipulada y repuesta, pero esa aventura, llena de deberes éticos y principales dentro de la práctica de la danza, es la labor primera donde se asentará la progresión y la solidez de esa casa patrimonial. Allí dentro también se innova y se experimenta, se busca y se recrea el pasado con miras de futuro. Podemos mover los muebles de sitio, pero siempre mantenerlos limpios.
Dicho esto, las escuelas españolas de ballet, desde las obras salidas en su técnica aproximativa de los baile de palillos al flamenco escénico y teatral —hoy muy evolucionado—, ha vivido, como arte moderno del siglo XX que es, en la zozobra de una estabilidad bastante precaria, un “quítate tú para ponerme yo”. Cierto que no hay una sistemática, ni un ordenamiento histórico riguroso en el ballet español, ni en muchos creadores, la voluntad de esa pertinencia y sed de permanencia. La frase “pan para hoy y hambre para mañana” viene a cuento. El Ballet Nacional de España [BNE], que debía ser el techo de custodia principal, no lo ha hecho más que parcialmente y vive, hoy como ayer y atropelladamente, de sus rentas. Ritmos es un clásico de obligado cumplimiento; Grito (1997) aspira a serlo y, ya asentado en su más inmediato poso memorial y plástico, es representado con esa búsqueda bastante merecida por sus propios valores.
Desde los tiempos de María de Ávila, que lo encargó personalmente, se decía, como un amable elogio, que Ritmos sería, en el futuro —ya funcionó así casi desde el principio— Las sílfides (Fokin) del ballet español. A saber: un exquisito ballet comodín de conjunto, sin argumento narrativo, con lucimientos solistas, ideal para abrir programas y sentar carta de presentación. Y así es. El sábado pasado, 13 de julio, Ritmos cumplió la cifra redonda de 40 años desde su estreno mundial en el mismo Teatro de La Zarzuela madrileño y la obra está dedicada por su creador, Alberto Lorca, a Encarnación López La Argentinita. Eso da claves. A los interesados se le puede conminar a revisar la biografía del coreógrafo, ahí encontrará más señas identitarias y explicaciones a muchas cosas que luego aparecen, cristalizadas, en Ritmos. Su idoneidad está buscada, es muy cerebral y estudiada.
La plantilla del BNE baila con cierta fiereza, altura y rigor; se baila bien, todos a una, aun sobrevolando la ejecutoria una tendencia igualitaria que abre dudas plásticas. Otra cosa son los matices, que se echan en falta por momentos, cierta ligazón y suavidad de los estilos que hoy día van atemperándose en una forma de bailar más expuesta, inmediata y expeditiva que a veces perjudica la lectura, y las intenciones de una obra determinada. En Ritmos la geometría coral es una demostración de poder del ensemble, la fuerza de la escuela española en su calidad de tropa conquistadora. Algunas cosas han cambiado, como las luces, que antes definían las escenas y las recortaban con precisión casi quirúrgica. El vestuario se mantiene fiel a los originales de los interioristas Pin Morales y Román Arango, que en su día formaron un tándem que era sinónimo de elegancia y buen gusto.
Por su parte, Grito aborda un Canales siempre inquieto al experimento, a todo el aire contemporáneo asimilado en su aventura francesa, que empezó con Calambre, de Maguy Marin. La obra Grito resiste, tiene su poesía y transmite esencias y figuras, como versos al aire coloreado por la luz teatral. Grito reaparece bien bailada, con la agradable sorpresa de los invitados Mónica Fernández y Pol Vaquero, hoy artistas maduros, de acerada individualidad y poseedores de una garra escénica muy viva que aportan un condimento con raigambre y seguridad.
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Dicho esto, las escuelas españolas de ballet, desde las obras salidas en su técnica aproximativa de los baile de palillos al flamenco escénico y teatral —hoy muy evolucionado—, ha vivido, como arte moderno del siglo XX que es, en la zozobra de una estabilidad bastante precaria, un “quítate tú para ponerme yo”. Cierto que no hay una sistemática, ni un ordenamiento histórico riguroso en el ballet español, ni en muchos creadores, la voluntad de esa pertinencia y sed de permanencia. La frase “pan para hoy y hambre para mañana” viene a cuento. El Ballet Nacional de España [BNE], que debía ser el techo de custodia principal, no lo ha hecho más que parcialmente y vive, hoy como ayer y atropelladamente, de sus rentas. Ritmos es un clásico de obligado cumplimiento; Grito (1997) aspira a serlo y, ya asentado en su más inmediato poso memorial y plástico, es representado con esa búsqueda bastante merecida por sus propios valores.
Desde los tiempos de María de Ávila, que lo encargó personalmente, se decía, como un amable elogio, que Ritmos sería, en el futuro —ya funcionó así casi desde el principio— Las sílfides (Fokin) del ballet español. A saber: un exquisito ballet comodín de conjunto, sin argumento narrativo, con lucimientos solistas, ideal para abrir programas y sentar carta de presentación. Y así es. El sábado pasado, 13 de julio, Ritmos cumplió la cifra redonda de 40 años desde su estreno mundial en el mismo Teatro de La Zarzuela madrileño y la obra está dedicada por su creador, Alberto Lorca, a Encarnación López La Argentinita. Eso da claves. A los interesados se le puede conminar a revisar la biografía del coreógrafo, ahí encontrará más señas identitarias y explicaciones a muchas cosas que luego aparecen, cristalizadas, en Ritmos. Su idoneidad está buscada, es muy cerebral y estudiada.
La plantilla del BNE baila con cierta fiereza, altura y rigor; se baila bien, todos a una, aun sobrevolando la ejecutoria una tendencia igualitaria que abre dudas plásticas. Otra cosa son los matices, que se echan en falta por momentos, cierta ligazón y suavidad de los estilos que hoy día van atemperándose en una forma de bailar más expuesta, inmediata y expeditiva que a veces perjudica la lectura, y las intenciones de una obra determinada. En Ritmos la geometría coral es una demostración de poder del ensemble, la fuerza de la escuela española en su calidad de tropa conquistadora. Algunas cosas han cambiado, como las luces, que antes definían las escenas y las recortaban con precisión casi quirúrgica. El vestuario se mantiene fiel a los originales de los interioristas Pin Morales y Román Arango, que en su día formaron un tándem que era sinónimo de elegancia y buen gusto.
Por su parte, Grito aborda un Canales siempre inquieto al experimento, a todo el aire contemporáneo asimilado en su aventura francesa, que empezó con Calambre, de Maguy Marin. La obra Grito resiste, tiene su poesía y transmite esencias y figuras, como versos al aire coloreado por la luz teatral. Grito reaparece bien bailada, con la agradable sorpresa de los invitados Mónica Fernández y Pol Vaquero, hoy artistas maduros, de acerada individualidad y poseedores de una garra escénica muy viva que aportan un condimento con raigambre y seguridad.
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