Tania_Schaden
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El cine siempre ha realizado biografías a gusto del consumidor sobre músicos y cantantes grandiosos que hicieron felices a públicos masivos con su incontestable arte y una personalidad con capacidad para enamorar hasta a las piedras. Pero en los últimos años los ordenadores o la cuenta de resultados de las productoras deben de haber descubierto que el negocio es muy rentable, que existe un público notable dispuesto a ver la reconstrucción que hace el cine de las vidas de esos personajes mitológicos. Tanto da si ya la han palmado o si continúan en este mundo y aún activos, a pesar de la vejez, en su deslumbrante trabajo.
El abusivo género del biopic está encantado cuando los gloriosos aunque también atormentados protagonistas, después de haber estado muy puestos durante largo tiempo, detienen su autodestrucción, hacen repaso de conciencia, encuentran un poderoso motivo para redimirse, dejan de sentirse solos y vuelven a dar algún concierto glorioso y a grabar discos excepcionales. Johnny Cash abandonó las anfetas; Elton John, la cocaína; Ray Charles, el caballo; a Freddie Mercury se lo llevó el sida, pero ya estaba limpio de drogas. Y por supuesto, no podía haber final feliz en el conmovedor, trágico y magistral retrato que hizo Clint Eastwood en Bird de aquel dios que tocaba el saxo llamado Charlie Parker. Eastwood no siguió ningún patrón de éxito para hablar de aquel tipo genial y yonqui. Esa película es grandiosa, como lo es Amadeus, en la que Milos Forman recreó a Mozart, pero la mayoría de los infinitos biopics sobre personajes legendarios de la música (los hay mejores y peores) resultan fácilmente olvidables.
La cantante y compositora Amy Winehouse no dispuso de mucho tiempo en la tierra para crear una obra imperdurable, pero en sus 27 años de vida (edad que también fue fatídica para otros músicos excepcionales como Jimi Hendrix, Kurt Cobain, Janis Joplin, Brian Jones, Robert Johnson, Jim Morrison) demostró con tan solo un par de discos poseer un talento, una voz, un swing, un estilo y un sentimiento fuera de lo común. Amaba el jazz y el blues y sus canciones estaban impregnadas de esos sonidos. Cuentan los privilegiados que la vieron en conciertos que en el escenario parecía muy rota y en estados muy alterados hasta que pillaba el micrófono y empezaba a cantar. No tuve el privilegio de verla actuar en directo.
Pero no te cansas de escuchar su disco Back To Black. La película se titula así. Es visible y también alcanza un punto de fascinación cuando la dama se pone a cantar. La dirección de Sam Taylor-Johnson es correcta. Sin más. Pero es imposible desentenderte de aquella mujer tan dolorida, ciclotímica, intensa, sensual, deslenguada y magnética cuando aparece la excelente actriz Marisa Abela (desconocida hasta ahora para mí) otorgando vida, pasión y desamparo a Amy Winehouse. También un estado frecuente y progresivo de alcoholismo, a veces feliz pero cada vez más desgraciado, combinado o alternado con otras drogas, incluida la heroína, al que la aficiona su macarra e impresentable novio, con el que mantiene una extenuante relación de amor (¿o de sadomasoquismo?), y el torturante acoso de periodistas y paparazis a la vida de la escandalosa diva. Marisa Abela hace creíble, desgarrada, tierna y compleja a Amy Winehouse.
La entiendes, la admiras y la compadeces. Tiene imán. Al que no soporto es al insustancial padre, ese taxista judío que siempre está ronroneando alrededor de su hija, aunque dudo que la ayudara en nada concreto. Y también me cae fatal el macarra y yonqui de su novio. Solo le presto atención a ella, tan artista y tan colgada.
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El abusivo género del biopic está encantado cuando los gloriosos aunque también atormentados protagonistas, después de haber estado muy puestos durante largo tiempo, detienen su autodestrucción, hacen repaso de conciencia, encuentran un poderoso motivo para redimirse, dejan de sentirse solos y vuelven a dar algún concierto glorioso y a grabar discos excepcionales. Johnny Cash abandonó las anfetas; Elton John, la cocaína; Ray Charles, el caballo; a Freddie Mercury se lo llevó el sida, pero ya estaba limpio de drogas. Y por supuesto, no podía haber final feliz en el conmovedor, trágico y magistral retrato que hizo Clint Eastwood en Bird de aquel dios que tocaba el saxo llamado Charlie Parker. Eastwood no siguió ningún patrón de éxito para hablar de aquel tipo genial y yonqui. Esa película es grandiosa, como lo es Amadeus, en la que Milos Forman recreó a Mozart, pero la mayoría de los infinitos biopics sobre personajes legendarios de la música (los hay mejores y peores) resultan fácilmente olvidables.
La cantante y compositora Amy Winehouse no dispuso de mucho tiempo en la tierra para crear una obra imperdurable, pero en sus 27 años de vida (edad que también fue fatídica para otros músicos excepcionales como Jimi Hendrix, Kurt Cobain, Janis Joplin, Brian Jones, Robert Johnson, Jim Morrison) demostró con tan solo un par de discos poseer un talento, una voz, un swing, un estilo y un sentimiento fuera de lo común. Amaba el jazz y el blues y sus canciones estaban impregnadas de esos sonidos. Cuentan los privilegiados que la vieron en conciertos que en el escenario parecía muy rota y en estados muy alterados hasta que pillaba el micrófono y empezaba a cantar. No tuve el privilegio de verla actuar en directo.
Pero no te cansas de escuchar su disco Back To Black. La película se titula así. Es visible y también alcanza un punto de fascinación cuando la dama se pone a cantar. La dirección de Sam Taylor-Johnson es correcta. Sin más. Pero es imposible desentenderte de aquella mujer tan dolorida, ciclotímica, intensa, sensual, deslenguada y magnética cuando aparece la excelente actriz Marisa Abela (desconocida hasta ahora para mí) otorgando vida, pasión y desamparo a Amy Winehouse. También un estado frecuente y progresivo de alcoholismo, a veces feliz pero cada vez más desgraciado, combinado o alternado con otras drogas, incluida la heroína, al que la aficiona su macarra e impresentable novio, con el que mantiene una extenuante relación de amor (¿o de sadomasoquismo?), y el torturante acoso de periodistas y paparazis a la vida de la escandalosa diva. Marisa Abela hace creíble, desgarrada, tierna y compleja a Amy Winehouse.
La entiendes, la admiras y la compadeces. Tiene imán. Al que no soporto es al insustancial padre, ese taxista judío que siempre está ronroneando alrededor de su hija, aunque dudo que la ayudara en nada concreto. Y también me cae fatal el macarra y yonqui de su novio. Solo le presto atención a ella, tan artista y tan colgada.
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‘Back To Black’: Amy Winehouse, siempre de vuelta al negro
La dirección de Sam Taylor–Johnson es correcta en este ‘biopic’, pero es imposible desentenderte de aquella mujer tan dolorida, ciclotímica, intensa, sensual, deslenguada y magnética cuando aparece la excelente actriz Marisa Abela
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