elfrieda.rosenbaum
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Azaila es un pueblo del norte de Teruel con 100 vecinos empadronados y apenas 40 viviendo en él. Como tantos otros de esta provincia, paradigma de la España vaciada, tenía más vida y habitantes hace siglos que ahora. En concreto, hace por lo menos 2.100 años, cuando en un promontorio conocido como el Cabezo de Alcalá, a poco más de un kilómetro de lo que hoy es el centro urbano, se desarrolló uno de los más grandes poblados íberos de la comarca. Sabemos que llegó a albergar a unas 3.000 personas, que tenía sólidas murallas rodeadas en la parte oriental por un foso, que poco a poco fue romanizándose, que tuvo termas, un templo dedicado a la diosa Victoria y que en las Guerras Sertorianas —esa guerra civil entre romanos que enfrentó al rebelde Quinto Sertorio con los enviados del dictador Sila— apostó por el bando perdedor. Así que en el año 74 antes de Cristo, los legionarios enviados por el Senado de Roma a las órdenes de Cneo Pompeyo Magno para acabar con la rebelión de Sertorio y las ciudades íberas aliadas superaron las murallas gracias a una rampa de asalto y entraron en la ciudad, arrasándola a sangre y fuego. Tal fue la destrucción que el lugar quedó abandonado y nunca más se volvió a habitar. El polvo de la historia fue poco a poco depositándose sobre sus piedras ultrajadas, hasta que el olvido lo tapó todo. Sabemos esto gracias a lo que siglos más tarde nos desvelaron los registros arqueológicos. Pero, sin embargo, seguimos sin saber cómo se llamó esta ciudad.
El yacimiento íbero del Cabezo de Alcalá, a las afueras de Azaila, es hoy uno de los poblados iberoromanos mejor conservados y mejor excavados de los muchos que hay en todo Aragón. Una visita imprescindible para conocer y entender la vida en la península Ibérica en los convulsos siglos III a I antes de Cristo, en los que Roma fue poco a poco incorporando a Hispania como una provincia más del imperio.
Recomiendo empezar la visita por el interesantísimo Centro de Interpretación que el Ayuntamiento mantiene en el centro de Azaila. Una maqueta impactante con la reproducción del poblado tal y como fue en sus últimos años recibe al visitante y le ayuda a entender las piedras sobre piedras que verá luego en el yacimiento. A lo largo de sus tres plantas permite hacer un recorrido muy bien organizado a base de carteles, dioramas, fotografías y objetos (algunos, originales; otros, réplicas de lo hallado en las excavaciones) sobre cómo era la vida de la Hispania íbera, la organización de los poblados, el armamento de las distintas épocas de ocupación del Cabezo de Alcalá o una recreación de las vestimentas que se usaban entonces. Una sala muestra el templo in antis, el altar que presidía el acceso a la ciudad y que estaba dedicado a la diosa Victoria. En las excavaciones aparecieron la cabeza de la diosa y la del noble que le acompañaba, así como diversas partes de los cuerpos. De todo ello hay cumplidas réplicas, pues las piezas originales están en el Museo Arqueológico Nacional, en Madrid.
Luego hay que ir al yacimiento. Las primeras catas las hizo hacia 1860 el catedrático de Historia de la Universidad de Zaragoza, Pablo Gil y Gil, pero sin mucha metodología arqueológica. Aun así, recuperó más de 2.000 objetos, entre ellos muchas vasijas, algunas completas. Más tarde, entre 1919 y 1942, Juan Cabré, un reputado arqueólogo que además era turolense, llevó a cabo campañas más metódicas y científicas en las que sacó a la luz toda la Acrópolis, la zona alta donde residían los jefes, nobles y artesanos de la tribu, que por lo que se supone eran sedetanos. Más tarde, en las décadas de los sesenta y setenta, Antonio y Miguel Beltrán completaron la excavación y restauraron los muros de las viviendas tal y como los vemos ahora, estableciendo la cronología de las diversas ocupaciones del lugar.
Hoy el visitante accede al yacimiento casi por el mismo sitio que lo hacían sus habitantes: un pequeño puente que salva el foso —solo que el actual es de piedra y el original era de madera—. Desmontable, además, para cerrar el recinto en caso de asedio. Una vez arriba sorprende el excepcional grado de conservación de la calle principal, con su enlosado pétreo, sus aceras y las huellas de los carros marcadas aún en la piedra por el uso cotidiano. Parece que hubieras viajado 21 siglos en el tiempo. De frente queda el altar donde estaba la diosa Victoria, con grandes sillares de arenisca más finamente tallados que el resto de las construcciones. Los botines de bronce de la diosa estaban todavía clavados en la piedra cuando la zona fue excavada por Cabré.
Luego, a un lado y a otro de la calle principal, van apareciendo casas y más casas. O más bien, su huella, con muros reconstruidos de no más de dos palmos de altura. Las casas íberas tenían unos 40 metros cuadrados, con dos o tres estancias. La primera de ellas era siempre la cocina, para que el humo del hogar ventilara por la puerta. Por eso llama la atención que, en el centro del yacimiento, en la zona más elevada y mejor defendida, apareciera una gran mansión de estilo itálico, con su atrio central y las habitaciones con suelo de mosaicos, dando a este espacio abierto. Era la vivienda del régulo o jefe de la tribu y tenía la planimetría de una casa típica romana, lo que demuestra el alto grado de romanización que había adquirido ya esta ciudad sin nombre, o al menos, sus élites. También lo confirma el hecho de que gozaran del aseo y el descanso en unas termas, que son las más antiguas que se han excavado jamás en España. Desde los restos de las torres de vigilancia, la mirada se pierde en el horizonte. Sin lugar a dudas, este era el sitio perfecto para establecer una ciudad fácil de defender y que dominara todo el valle del río Aguasvivas, un afluente del Ebro.
Azaila está orgullosa de su pasado íbero y lo explota con fruición para atraer visitantes a esta esquina de la España vaciada. Cada mes de septiembre desde hace ya 18 años organizan Sedeisken, unas jornadas en torno a la cultura e historia íberas. En las de este año hubo charlas y exposiciones de fotografía, talleres para niños y mayores, exhibición de cetrería, conciertos de música celta, una recreación del asalto al Cabezo de Alcalá durante las Guerras Sertorianas hecho con muñecos de Playmobil, visitas guiadas gratuitas al yacimiento y la presencia de otros grupos culturales o festeros relacionados con la época, como los Cartagineses y Romanos, de Cartagena.
Para que luego digan que esta España vaciada no se mueve nada.
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El yacimiento íbero del Cabezo de Alcalá, a las afueras de Azaila, es hoy uno de los poblados iberoromanos mejor conservados y mejor excavados de los muchos que hay en todo Aragón. Una visita imprescindible para conocer y entender la vida en la península Ibérica en los convulsos siglos III a I antes de Cristo, en los que Roma fue poco a poco incorporando a Hispania como una provincia más del imperio.
Recomiendo empezar la visita por el interesantísimo Centro de Interpretación que el Ayuntamiento mantiene en el centro de Azaila. Una maqueta impactante con la reproducción del poblado tal y como fue en sus últimos años recibe al visitante y le ayuda a entender las piedras sobre piedras que verá luego en el yacimiento. A lo largo de sus tres plantas permite hacer un recorrido muy bien organizado a base de carteles, dioramas, fotografías y objetos (algunos, originales; otros, réplicas de lo hallado en las excavaciones) sobre cómo era la vida de la Hispania íbera, la organización de los poblados, el armamento de las distintas épocas de ocupación del Cabezo de Alcalá o una recreación de las vestimentas que se usaban entonces. Una sala muestra el templo in antis, el altar que presidía el acceso a la ciudad y que estaba dedicado a la diosa Victoria. En las excavaciones aparecieron la cabeza de la diosa y la del noble que le acompañaba, así como diversas partes de los cuerpos. De todo ello hay cumplidas réplicas, pues las piezas originales están en el Museo Arqueológico Nacional, en Madrid.
Luego hay que ir al yacimiento. Las primeras catas las hizo hacia 1860 el catedrático de Historia de la Universidad de Zaragoza, Pablo Gil y Gil, pero sin mucha metodología arqueológica. Aun así, recuperó más de 2.000 objetos, entre ellos muchas vasijas, algunas completas. Más tarde, entre 1919 y 1942, Juan Cabré, un reputado arqueólogo que además era turolense, llevó a cabo campañas más metódicas y científicas en las que sacó a la luz toda la Acrópolis, la zona alta donde residían los jefes, nobles y artesanos de la tribu, que por lo que se supone eran sedetanos. Más tarde, en las décadas de los sesenta y setenta, Antonio y Miguel Beltrán completaron la excavación y restauraron los muros de las viviendas tal y como los vemos ahora, estableciendo la cronología de las diversas ocupaciones del lugar.
Hoy el visitante accede al yacimiento casi por el mismo sitio que lo hacían sus habitantes: un pequeño puente que salva el foso —solo que el actual es de piedra y el original era de madera—. Desmontable, además, para cerrar el recinto en caso de asedio. Una vez arriba sorprende el excepcional grado de conservación de la calle principal, con su enlosado pétreo, sus aceras y las huellas de los carros marcadas aún en la piedra por el uso cotidiano. Parece que hubieras viajado 21 siglos en el tiempo. De frente queda el altar donde estaba la diosa Victoria, con grandes sillares de arenisca más finamente tallados que el resto de las construcciones. Los botines de bronce de la diosa estaban todavía clavados en la piedra cuando la zona fue excavada por Cabré.
Luego, a un lado y a otro de la calle principal, van apareciendo casas y más casas. O más bien, su huella, con muros reconstruidos de no más de dos palmos de altura. Las casas íberas tenían unos 40 metros cuadrados, con dos o tres estancias. La primera de ellas era siempre la cocina, para que el humo del hogar ventilara por la puerta. Por eso llama la atención que, en el centro del yacimiento, en la zona más elevada y mejor defendida, apareciera una gran mansión de estilo itálico, con su atrio central y las habitaciones con suelo de mosaicos, dando a este espacio abierto. Era la vivienda del régulo o jefe de la tribu y tenía la planimetría de una casa típica romana, lo que demuestra el alto grado de romanización que había adquirido ya esta ciudad sin nombre, o al menos, sus élites. También lo confirma el hecho de que gozaran del aseo y el descanso en unas termas, que son las más antiguas que se han excavado jamás en España. Desde los restos de las torres de vigilancia, la mirada se pierde en el horizonte. Sin lugar a dudas, este era el sitio perfecto para establecer una ciudad fácil de defender y que dominara todo el valle del río Aguasvivas, un afluente del Ebro.
Azaila está orgullosa de su pasado íbero y lo explota con fruición para atraer visitantes a esta esquina de la España vaciada. Cada mes de septiembre desde hace ya 18 años organizan Sedeisken, unas jornadas en torno a la cultura e historia íberas. En las de este año hubo charlas y exposiciones de fotografía, talleres para niños y mayores, exhibición de cetrería, conciertos de música celta, una recreación del asalto al Cabezo de Alcalá durante las Guerras Sertorianas hecho con muñecos de Playmobil, visitas guiadas gratuitas al yacimiento y la presencia de otros grupos culturales o festeros relacionados con la época, como los Cartagineses y Romanos, de Cartagena.
Para que luego digan que esta España vaciada no se mueve nada.
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El excelente yacimiento de una ciudad íbera asediada y conquistada por legiones romanas en el año 74 antes de Cristo en las cercanías de este pequeño pueblo turolense muestra hoy lo compleja que fue la romanización de Hispania
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