Callie_Collins
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Pertenece Alba Cid a ese linaje de poetas que no hace distinción entre el pensamiento y la poesía. Como teórica de la literatura se ha interesado por el vínculo entre el poema y el ensayo, tomando como eje una línea de indagación que, en el atlas literario global, tendría como ejemplos señeros a Anne Carson o Chus Pato, premio Nacional de Poesía por su deslumbrante Sonora. Lo que hasta hace pocos años la poesía española presentaba como excepcional (en un arco que se extiende desde Valente a Maillard, pasando por Gamoneda) lleva desde los noventa siendo el eje de la tradición poética gallega. En otras palabras, en Galicia la poesía ha sido casi siempre un modo de hacer y de pensar.
Poeta de un primer libro esperadísimo, en su debut literario, ahora traducido al castellano, Alba Cid supera cualquier expectativa. Y lo hace situándose en una estirpe que gusta de explorar el poder de las palabras para crear imágenes pensativas, pero también el poder de las imágenes para intensificar la infinita capacidad de asociación de las palabras. Buena muestra de ello, pero sin duda no la última, es la carnalidad, casi a lo Mapplethorpe, de esas flores en las fotografías finales del libro, tomadas por la autora, y en la que se perciben acentos de Sebald y de Wittgenstein: una sabiduría de jardinera, de amor por las construcciones pequeñas que, como decía el narrador de Austerlitz, son incompatibles con el fascismo. De ahí la importancia de todo lo aparentemente menor en este libro mayor, incluido el colofón, con su cita estratégica del colectivo Comité Invisible, tan rotundo en sus actos como delicado en sus palabras. Porque, y esta sería la tercera marca de inscripción de Alba Cid en la más selecta poesía gallega, lo político no es el mensaje del poema, sino el poder de su forma concreta para conmovernos. Frente a lo que podría pensarse, no es este un atributo de la inteligencia sino de la sensibilidad, que en poesía es la única virtud capaz de proteger lo sublime de la pedantería. Esa sensibilidad para el detalle, y esa capacidad para comprender que, en último término, no podemos distinguir entre la imaginación y el recuerdo, atraviesa la composición que es, acaso, la cima de este Atlas. Solo una gran poeta puede hacer ver que los cañones del Sil merecen, como cualquier bebé (pues los paisajes imponentes también fueron una vez recién nacidos), ser arrullados.
En su delicado juego de remisión a las voces del pasado, por momentos Atlas parece un homenaje al poemario (Cito), de esa exquisita poeta sin obra actual que es Emma Couceiro, apenas conocida en la Península, para desgracia de la Península, y a quien el gran poeta portugués Daniel Faria escogió como amiga y correspondiente hasta su muerte temprana, como Alba Cid y Fran Cortegoso se escogieron en un baile de signos, algunos indescifrables para siempre. Citas que son corteses por su falta de exhibicionismo, que son convocatorias y encuentros reales entre voces amigas del pasado y del presente. Lejos de toda pretensión totalizadora, tantas veces presente en nociones como el antaño universal o el hogaño global, la “pequeña occidental” que se yergue como voz dominante en este libro es su clave de bóveda, la condición de posibilidad de un acercamiento no orientalista a Oriente: donde nace la luz. Esa voz niña que con sus ojos ávidos devora enciclopedias y álbumes ilustrados, ese paseo sin miedo por la inocencia, lejos de todo cinismo o ironía, es la que se interroga por los límites de Occidente: donde la luz muere. Risueña, ágil o tímida como las niñas paquistaníes que juegan a la pelota en la portada del libro. Atlas es un dios, un mapa, una montaña. Algo de todo eso es este libro.
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Poeta de un primer libro esperadísimo, en su debut literario, ahora traducido al castellano, Alba Cid supera cualquier expectativa. Y lo hace situándose en una estirpe que gusta de explorar el poder de las palabras para crear imágenes pensativas, pero también el poder de las imágenes para intensificar la infinita capacidad de asociación de las palabras. Buena muestra de ello, pero sin duda no la última, es la carnalidad, casi a lo Mapplethorpe, de esas flores en las fotografías finales del libro, tomadas por la autora, y en la que se perciben acentos de Sebald y de Wittgenstein: una sabiduría de jardinera, de amor por las construcciones pequeñas que, como decía el narrador de Austerlitz, son incompatibles con el fascismo. De ahí la importancia de todo lo aparentemente menor en este libro mayor, incluido el colofón, con su cita estratégica del colectivo Comité Invisible, tan rotundo en sus actos como delicado en sus palabras. Porque, y esta sería la tercera marca de inscripción de Alba Cid en la más selecta poesía gallega, lo político no es el mensaje del poema, sino el poder de su forma concreta para conmovernos. Frente a lo que podría pensarse, no es este un atributo de la inteligencia sino de la sensibilidad, que en poesía es la única virtud capaz de proteger lo sublime de la pedantería. Esa sensibilidad para el detalle, y esa capacidad para comprender que, en último término, no podemos distinguir entre la imaginación y el recuerdo, atraviesa la composición que es, acaso, la cima de este Atlas. Solo una gran poeta puede hacer ver que los cañones del Sil merecen, como cualquier bebé (pues los paisajes imponentes también fueron una vez recién nacidos), ser arrullados.
En su delicado juego de remisión a las voces del pasado, por momentos Atlas parece un homenaje al poemario (Cito), de esa exquisita poeta sin obra actual que es Emma Couceiro, apenas conocida en la Península, para desgracia de la Península, y a quien el gran poeta portugués Daniel Faria escogió como amiga y correspondiente hasta su muerte temprana, como Alba Cid y Fran Cortegoso se escogieron en un baile de signos, algunos indescifrables para siempre. Citas que son corteses por su falta de exhibicionismo, que son convocatorias y encuentros reales entre voces amigas del pasado y del presente. Lejos de toda pretensión totalizadora, tantas veces presente en nociones como el antaño universal o el hogaño global, la “pequeña occidental” que se yergue como voz dominante en este libro es su clave de bóveda, la condición de posibilidad de un acercamiento no orientalista a Oriente: donde nace la luz. Esa voz niña que con sus ojos ávidos devora enciclopedias y álbumes ilustrados, ese paseo sin miedo por la inocencia, lejos de todo cinismo o ironía, es la que se interroga por los límites de Occidente: donde la luz muere. Risueña, ágil o tímida como las niñas paquistaníes que juegan a la pelota en la portada del libro. Atlas es un dios, un mapa, una montaña. Algo de todo eso es este libro.
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‘Atlas’, de Alba Cid: donde nace la luz
El debut de la poeta gallega, ahora traducido al castellano, se sitúa en una estirpe que explora el poder de las palabras para intensificar su capacidad de asociación
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