Tara_Bergstrom
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Cuando los voluntarios que acuden a ayudar a Valencia ponen un pie en las zonas devastadas se dicen unos a otros que aquello parece un decorado, que lo que ven les resulta increíble, que no se lo pueden creer. Les parece que recorren un escenario irreal que sin embargo llevan días viendo en los medios de comunicación y saben que es verdad. Que una farmacéutica de Vigo pronuncie «no me lo creo» estando allí en mitad de la devastación puede parecer un tópico, una forma de hablar e, incluso, un impulso naïf por llenar un silencio de pasos, de paladas en el barro y de muertos. Pero tiene más sentido del que parece.Primero, por la evidente improbabilidad de que lluevan en unas horas lo que llueve en un pueblo en un año y se desate una riada que siegue la vida de más de 200 personas. Que empotre aquella furgoneta de reparto en el salón de una vivienda del primer piso. Pero también por un intento de protegerse ante la posibilidad del desastre y de seguir viviendo en un mundo en el que el agua no arranca a los hijos de los brazos de los padres, los terremotos no sepultan a la gente bajo los muros, los barcos no llenan la costa de petróleo, un torrente no se ha llevado el camping de Las Nieves y de madrugada, el alcalde de Biescas, Luis Estaún, no se niega a reconocer que hay un muerto (serán 87).En Muxia, en Llanos de Aridane, en Biescas, incredulidad es una de las sensaciones que confiesan los que estaban al mando en el momento del fin del mundo, pero no la única. Rabia, impotencia, un impulso para tomar decisiones y la voluntad de no quebrarse… Así se gobierna cuando todo parece mentira.Noticia Relacionada estandar No De Sevilla a Catarroja tras la DANA: «Venimos a ayudar» R. A. Un grupo de 16 voluntarios llegó anoche a Valencia para hacer labores de reparto de ayuda humanitaria y limpieza de calles y casas«Hay un muerto»«Quizás fueran las tres de la mañana, o las dos, no lo sé. Vinieron a decir: 'Hay un muerto, ¿dónde lo metemos?' Yo no me lo podía creer. ¿Cómo iba a ser eso?». Lo recuerda Luis Estaún, alcalde de Biescas, que tenía 27 años la tarde en que el agua arrasó el Camping de Las Nieves, se llevó 87 vidas y dejó 200 heridos. El primer cadáver le resultó irreal, y eso que él mismo había visto caer la tromba, cegado en su coche por el agua en esa misma carretera intentando volver a casa. Pese a que había recibido en su primer teléfono móvil –uno de aquellos ladrillos– la llamada alertando de lo que había pasado, pese a que había acudido al lugar de los hechos y se había encontrado a la gente «desnuda, deambulando por allí» y pese a que llevaba horas tomando decisiones en el Ayuntamiento ante una de las mayores catástrofes de la historia de nuestro país, no se lo podía creer. Biescas, 1996 Luis Estaún, alcalde en la tragediaEstaún, al que los caprichos del destino convirtieron en el actual director del Instituto Aragonés del agua, entiende que si hubiera conocido de primeras todos los muertos que vendrían después (tuvieron que montar varias morgues de campaña), «no hubiera podido tomar decisiones». Pasado el tiempo, se recuerda a sí mismo en la pequeña sala del Ayuntamiento escuchando al gobernador civil en Huesca Eduardo Ameijide, dando al capitán Salinero de la Guardia Civil unas órdenes marciales e imposibles de cumplir que infundían «algo de seguridad». La realidad, que es aplastante, le llegó definitivamente en aquella sala en la forma del discurso de un forense de Zaragoza que los dejó «perplejos». «Analizó el tiempo que había pasado desde el desastre. Dijo que en la primera hora habíamos sabido que había X heridos, que ahora conocíamos tantos muertos, que había afectadas unas 400 personas según sus estimaciones y que, aplicando sus fórmulas de cálculo, iban a aparecer 90 cadáveres. Llevábamos 15».«Ni imaginarlo»Cuando el desastre del 'Prestige' no murió nadie. En 2002 el alcalde de Muxía Alberto Blanco vio que el remolcador al fin conseguía alejar el petrolero de la costa, y se alegró. «Todos nos pusimos muy contentos», recuerda. No sabía lo que vendría después. Entonces no esperaba las toneladas de chapapote que teñirían de negro la costa de su pueblo ni la marea de voluntarios que vendría a limpiarlo. «Sientes rabia a impotencia». Blanco tuvo que gestionar un pueblo entero añadido a su pueblo: darles avituallamiento, hospedaje, cobertura por si alguno se hería y acompañamiento de gente que conocía la costa para que no hubiera una desgracia. Cuando llegaron los primeros, el alcalde tampoco se lo podía creer. «No sabíamos que podía haber gente tan desprendida. No lo podíamos ni imaginar». Eran 150 alumnos de la Universidad de Alcalá de Henares. Después, llegarían otros 80.000.Desastre del Prestige, en Muxía Alberto Blanco, alcalde en la tragediaNoelia García tenía una concepción diferente de los volcanes, una «más romántica» de la que tiene ahora después de vivir la erupción de Cumbrevieja, en La Palma, siendo alcaldesa de los Llanos de Aridane. Le habían hablado de la erupción de 1949 que se llevó la casa de los abuelos que después habían emigrado a Venezuela, habían hecho dinero y habían regresado para construir otra casa. Y de la de 1971, que no había dejado daños. La lava era algo que «había ampliado la isla, la había hecho más fértil», pero le iba a cambiar la vida. «Pasó de repente». Les habían avisado de temblores y de actividad volcánica, pero no imaginaba que a las 14:00 del 19 de septiembre sucedería aquella explosión, «el ruido de una olla a presión» y aquella «lava negra corriendo. Nos habían dicho de niños que la lava era lenta, que podías andar delante de ella tranquilamente, y no era así». En el pueblo del que era alcaldesa estaban a punto de desaparecer un barrio entero en el que vivían 1.400 habitantes, el cementerio, la Iglesia de San Pío, empresas, casas, etc., pero todo eso iba a suceder poco a poco, «como a cámara lenta». «No éramos conscientes de la magnitud de lo que iba a pasar. Pensábamos ingenuamente que tal casa se había salvado de la lava, que la escuela pública había quedado en pie, que cuando llegara al mar, correría como un río y no seguiría extendiéndose», relata García, psicóloga de profesión. Algunos vecinos creían que podían sacar los restos de sus familiares del cementerio «para que no los enterraran dos veces», y para entonces ya habían desalojado al sepulturero.El volcán de La Palma Noelia García, alcaldesa en la tragediaPara salvar el núcleo urbano en el que estaba la iglesia, los bomberos propusieron un plan. «Situamos una barrera de palés y cubas de agua como si pudiéramos desviar la lava. Creo que éramos ingenuos. ¿Cómo íbamos a detener un volcán? Con el tiempo, creo que en esos momentos no se quieren ver las cosas y el cerebro lo va asumiendo poco a poco, por partes. Se minimiza lo que está sucediendo porque el corazón protege a uno. Si entiendes de golpe todo lo que está pasando, te metes debajo de la mesa y no tomas decisiones. Sucede un poco como el enfermo que asimila lo que le pasa en pequeñas dosis y va día a día. Si piensa que se va a morir, deja de luchar». Paco Jódar lo comprendió al instante porque vio cómo el infortunio sucedía ante sus ojos. La tarde del 11 de mayo de 2011, el entonces alcalde de Lorca sintió un temblor en el pueblo y convocó un pequeño gabinete de crisis en el Ayuntamiento para evaluar los daños. No se imaginaba lo que vendría. El segundo terremoto los cogió en la sala del Ayuntamiento. «Fue extraño y desconcertante. Como una explosión. Y ese ruido…» Cuando salió a la calle, todo era gente deambulando callada, herida, perdida. Otros gritaban, lloraban… El pueblo había sufrido la mayor devastación desde la Guerra Civil. Hubo cientos de heridos y nueve muertos, y a Paco no se le olvida aquel chaval tapado bajo una sábana junto al perro al que había sacado a pasear, y «su madre allí delante». El terremoto de Lorca Paco Jódar, alcalde en la tragedia«Tenía que tomar decisiones». Una de las primeras fue llamar al delegado de Gobierno para que mandara al ejército y a la UME. Esta vez, la incredulidad estaba al otro lado del teléfono.-¿Pero es tan gordo?, -le preguntó Rafael González Tovar-.-No te lo imaginas. «Tienes que ver esto»Después todo pasó muy rápido. En la siguiente escena del relato de Jódar, eran las tres de la madrugada de la noche más larga el centro de mando, «un camión altísimo». Alguien le dijo: «Paco, sal. Tienes que ver esto». Fuera, alrededor del camión esperaban «unas dos mil personas con uniformes de todos los colores: policías locales de otros sitios, bomberos, sanitarios, arquitectos, de todo… Se hizo el silencio. Entonces piensas ¿a esta gente qué les cuento yo? ¿Cómo coordinamos todo esto?». Ahí estaba el peso de la responsabilidad que Jódar como los demás fue asumiendo como pudo. En su caso, idearon un sistema de colores para identificar las casas: negro para las que había que derruir, rojo para en las que aún no se podía entrar y verde para las que podían usarse. Analizarían 10.000 edificios en diez días, pero la respuesta la tenía que dar en unas horas, cuando saliera el sol sobre el desastre. «Por la mañana, mi gente me iba a preguntar qué iba a ser de ellos, qué iba a pasar con el pueblo, y yo tenía que darles una respuesta que no conocía. No podía decir: 'No sé'». Tampoco podía quebrarse aunque estuviera roto. «No podía dar la imagen de debilidad. Yo sabía que tenía que ofrecer sensación de seguridad aunque no fuera cierto, así que me escondía para llorar».
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