lenny.kovacek
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“Mira esta, por ejemplo, está mal porque…, porque… Déjame ver. Es que ahora no lo encuentro. Tiene que tratarse de algo muy pequeño. ¿Qué será?”. Marco Basilio, hombre italiano y volcánicamente expresivo, que ha dedicado 26 de sus 44 años a fabricar zapatos y así pretende seguir el resto de su vida, como lo hizo su padre, como lo hizo su abuelo, está encorvado sobre una Birkenstock de ante verde a la que da vueltas. Vertiginosamente, para el ojo humano; velocidad de minuciosa inspección para el suyo. La sandalia viene de una pila de productos que él mismo ha desechado de la planta de producción que dirige en Bernstadt, en Sajonia (Alemania). Basilio revisa personalmente muchos de los pares que a diario se completan aquí y, si ve algo que los hace imperfectos —”¡Ni de broma entran en una caja!”, exclama teatralmente—, los arroja a la pila (estos zapatos no se desechan, vuelven al proceso de producción donde se corrigen sus errores). No hay imperfección demasiado pequeña para su criterio —”¡Si la ves, lo a la pila!”—, pero, a veces, y esto es un poco representativo de su forma de trabajar y la de su empresa, sí para su propio ojo cuando no tiene tiempo de mirar a fondo.
—¿A lo mejor el logo está un poco demasiado hundido en la suela? —le dice uno de sus asistentes.
—No, no, el logo está perfecto, por favor. Algo le pasa a esa sandalia, diría que en una de las cuatro costuras que rematan la hebilla, no lo sé.
La sandalia vuela de vuelta a la pila. Basilio saca otro par: “Un zapato derecho perfecto, pero el izquierdo, en el interior de la tira, una aguja ha dejado este esbozo de pequeña marca. ¡Cero posibilidades de que esto salga a la calle!”.
La de Birkenstock, la firma de las míticas sandalias alemanas de corcho y cuero, es una de las historias más extensas de la moda internacional. “El primer documento que vincula a la familia con la fabricación de zapatos es una hoja parroquial en la que se nombra a Johannes Birkenstock, de [el distrito] Langen-Bergheim, padrino de un chaval”, explica la historiadora Andrea H. Schneider-Braunberger, editora del nuevo libro Birkenstock: The Evolution of a Universal Purpose and Zeitgeist Brand. Era 25 de marzo de 1774. La Bastilla seguía en pie, Estados Unidos todavía sopesaba si declararse independiente y Beethoven ni había empezado a estudiar solfeo. A Johannes le siguió su sobrino, Johannes, a quien siguió su nieto Konrad, quien tuvo la idea de abandonar las suelas metálicas planas que se empleaban hasta entonces en la zapatería e introducir en las suyas una curva que encajara con la planta del pie. En 1902 decidió que la suela debería ser flexible. Para 1925, la fussbett, perdón, plantilla, azul de la casa Birkenstock, era ya un icono: eran cómodos, duraderos, perfectos para los supervivientes de la Primera Guerra Mundial. El hijo de Konrad, Carl, perfeccionó la fórmula y el hijo de Carl, Karl llegó a la combinación de corcho y látex que mejoraba la flexibilidad de la suela y por la que Birkenstock es conocida hoy. Karl fue de los últimos en tener control sobre la empresa: en los noventa, los herederos dividieron el imperio en 38 empresas. En 2021, L. Catterton las adquirió y reunificó.
Si el paso de los años no afectó a la marca es porque, a partir los sesenta del siglo pasado, las Birkenstock llegaron a EE UU y de la ortopedia pasaron a la moda: primero, se convirtieron en los calzados preferidos por los hippies de California. Con los años les rodeó un aura tan cool que, para 1990, Kate Moss desfiló con ellas y provocó una explosión de imitaciones: Calvin Klein y Giorgio Armani las incluyeron en sus desfiles aquel año. En 2003, Heidi Klum diseñó su propia colaboración. La han seguido Stüssy, Dior, Jil Sander o Manolo Blahnik. En los últimos 15 años (¿y qué es una década en esta historia?), las Birkenstock están más de moda que nunca.
Birkenstock celebra eso. El producto, pero también lo que este encierra: el proceso, siglos de perfeccionamiento. Y por ello hoy ocurre algo casi inaudito en Görlitz, una ciudad alemana de 56.000 habitantes a tres horas de Berlín y dos minutos de Polonia. La firma ha decidido abrir las puertas de una de sus fábricas a El País Semanal.
La marca es el proceso. Y el proceso es este. Primero, varios palés, a la entrada de la planta, cada uno con ocho bolsas de 25 kilos de corcho por unidad, unas verdes y otras de color arena, unas con virutas finas de corcho y otras de virutas gruesas. Aupadas por grúas montacargas, esas bolsas acaban, abiertas, en una cinta donde varios aspiradores industriales absorben el corcho hacia una serie de tanques donde todo se mezcla con látex. La base de la legendaria suela. “Sobre ella se erguirá el cliente”, explica, macarrónicamente poético, Stefan Schulz, jefe de la planta.
En el pasillo siguiente, una máquina reparte la mezcla a lo largo de cincuenta y tantas prensas. En cada una se encuentra un empleado, esta mañana concreta, delante de esta prensa concreta, una mujer, a ojo por debajo de los 50, con un lunar en la mejilla, mandíbula ancha y el pelo rubio recogido. Toma la cantidad esputada de mezcla y la esparce sobre moldes metálicos que sobresalen en las prensas. Uno corresponde a la talla 37, el siguiente a la 38, la 39, la 40… Hay 1.280 moldes en total en esta fábrica. La mujer aprieta un botón y zas, y la suela queda recortada. Nuestra remesa, ya con forma y función de suela de calzado, sigue húmeda y blanda y ha de pasar 48 horas dentro de un horno gigante, a una temperatura exacta. No es demasiado elevada. Si la mezcla estuviera en Madrid, en verano en vez de un horno necesitaría un frigorífico.
La forma de la suela está, pero no la silueta: nuestra remesa no está todavía perfectamente lisa (desde 2015, algunas suelas pasan por una máquina que las lima automáticamente, pero no es lo normal). Al salir del horno —”Mira, todavía está caliente”, dice Schulz, y nos hace tocar un par: todavía está caliente—, ha de pasar por otras manos humanas, las de un joven con una gorra de los Chicago Bulls y pantalones cortos grises, que las lima con un cepillo eléctrico de cerdas metálicas. Se le da una capa de pegamento y para algunos aquí empieza la mejor parte: las suelas suben a una máquina como de película de Tim Burton, formada por barras de color metálico y discos azules sobre los que ruedan tres cintas por las que cuelgan y desfilan, en círculos hipnóticos, unas 2.000 suelas a la vez: la cinta de arriba las lleva a una catarata de pegamento; bajan de cinta, reciben una segunda mano de pegamento, bajan de cinta, acuden a su punto de recogida. Una fila hacia adelante, la de abajo hacia detrás, la última hacia delante. Hacia y contra el pegamento. En sincronía, un escenario de miles de bailarines, motas de polvo soñadas por un androide. Juergen Teller, uno de los pocos fotógrafos en ver la fábrica antes que nosotros, se quedó fascinado durante horas delante del aparato.
A partir de aquí es imposible seguir la remesa porque se distribuye por unas 17 cintas donde se les pone la parte de arriba —lo que antes solo era cuero, pero ahora incluye todo tipo de telas y plásticos—, donde solo las tocan manos humanas, donde la mujer de enormes uñas rosas y mechas rojas y camiseta gris le pasa un pincel con pegamento a la tela y se la entrega a la mujer de cejas pintadas, que pega la tela en la suela y se la entrega al hombre de pelo rapado que remata el pegado y se lo entrega a dos mujeres de pelo oscuro que cosen la hebilla y se la entregan a una chica de brazos tatuados que toma el producto final y lo mete en cajas y de vuelta a palés en el otro extremo de la fábrica.
Hay 78 empleados menos en Görlitz desde hace año y poco, los más curtidos y hábiles: ahora trabajan en la otra fábrica de la zona, la de Bernstadt de Marco Basilio a 21 kilómetros. Porque allí se confecciona la línea especial 1774 con la que desde hace poco se conmemora el aniversario de la casa. Todo lo aprendido en el pasado con un toque de futuro. El cuero no es de dos milímetros, sino de tres (Basilio: “¡Carísimo ese milímetro! Nadie lo usa, nadie lo tiene, solo nosotros”). Al pegar la tela, se le dan dos golpes de presión en una máquina nueva: primero directamente sobre la suela y otro, en la tela alrededor de la suela. El zapato se congela entonces. “Si no, puede haber problemas”, explica Basilio. “Una vez has pegado y congelado el zapato, ya nunca se va a desmontar. Nunca en la vida”. Así pasen 250 años.
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—¿A lo mejor el logo está un poco demasiado hundido en la suela? —le dice uno de sus asistentes.
—No, no, el logo está perfecto, por favor. Algo le pasa a esa sandalia, diría que en una de las cuatro costuras que rematan la hebilla, no lo sé.
La sandalia vuela de vuelta a la pila. Basilio saca otro par: “Un zapato derecho perfecto, pero el izquierdo, en el interior de la tira, una aguja ha dejado este esbozo de pequeña marca. ¡Cero posibilidades de que esto salga a la calle!”.
La de Birkenstock, la firma de las míticas sandalias alemanas de corcho y cuero, es una de las historias más extensas de la moda internacional. “El primer documento que vincula a la familia con la fabricación de zapatos es una hoja parroquial en la que se nombra a Johannes Birkenstock, de [el distrito] Langen-Bergheim, padrino de un chaval”, explica la historiadora Andrea H. Schneider-Braunberger, editora del nuevo libro Birkenstock: The Evolution of a Universal Purpose and Zeitgeist Brand. Era 25 de marzo de 1774. La Bastilla seguía en pie, Estados Unidos todavía sopesaba si declararse independiente y Beethoven ni había empezado a estudiar solfeo. A Johannes le siguió su sobrino, Johannes, a quien siguió su nieto Konrad, quien tuvo la idea de abandonar las suelas metálicas planas que se empleaban hasta entonces en la zapatería e introducir en las suyas una curva que encajara con la planta del pie. En 1902 decidió que la suela debería ser flexible. Para 1925, la fussbett, perdón, plantilla, azul de la casa Birkenstock, era ya un icono: eran cómodos, duraderos, perfectos para los supervivientes de la Primera Guerra Mundial. El hijo de Konrad, Carl, perfeccionó la fórmula y el hijo de Carl, Karl llegó a la combinación de corcho y látex que mejoraba la flexibilidad de la suela y por la que Birkenstock es conocida hoy. Karl fue de los últimos en tener control sobre la empresa: en los noventa, los herederos dividieron el imperio en 38 empresas. En 2021, L. Catterton las adquirió y reunificó.
Si el paso de los años no afectó a la marca es porque, a partir los sesenta del siglo pasado, las Birkenstock llegaron a EE UU y de la ortopedia pasaron a la moda: primero, se convirtieron en los calzados preferidos por los hippies de California. Con los años les rodeó un aura tan cool que, para 1990, Kate Moss desfiló con ellas y provocó una explosión de imitaciones: Calvin Klein y Giorgio Armani las incluyeron en sus desfiles aquel año. En 2003, Heidi Klum diseñó su propia colaboración. La han seguido Stüssy, Dior, Jil Sander o Manolo Blahnik. En los últimos 15 años (¿y qué es una década en esta historia?), las Birkenstock están más de moda que nunca.
Birkenstock celebra eso. El producto, pero también lo que este encierra: el proceso, siglos de perfeccionamiento. Y por ello hoy ocurre algo casi inaudito en Görlitz, una ciudad alemana de 56.000 habitantes a tres horas de Berlín y dos minutos de Polonia. La firma ha decidido abrir las puertas de una de sus fábricas a El País Semanal.
La marca es el proceso. Y el proceso es este. Primero, varios palés, a la entrada de la planta, cada uno con ocho bolsas de 25 kilos de corcho por unidad, unas verdes y otras de color arena, unas con virutas finas de corcho y otras de virutas gruesas. Aupadas por grúas montacargas, esas bolsas acaban, abiertas, en una cinta donde varios aspiradores industriales absorben el corcho hacia una serie de tanques donde todo se mezcla con látex. La base de la legendaria suela. “Sobre ella se erguirá el cliente”, explica, macarrónicamente poético, Stefan Schulz, jefe de la planta.
En el pasillo siguiente, una máquina reparte la mezcla a lo largo de cincuenta y tantas prensas. En cada una se encuentra un empleado, esta mañana concreta, delante de esta prensa concreta, una mujer, a ojo por debajo de los 50, con un lunar en la mejilla, mandíbula ancha y el pelo rubio recogido. Toma la cantidad esputada de mezcla y la esparce sobre moldes metálicos que sobresalen en las prensas. Uno corresponde a la talla 37, el siguiente a la 38, la 39, la 40… Hay 1.280 moldes en total en esta fábrica. La mujer aprieta un botón y zas, y la suela queda recortada. Nuestra remesa, ya con forma y función de suela de calzado, sigue húmeda y blanda y ha de pasar 48 horas dentro de un horno gigante, a una temperatura exacta. No es demasiado elevada. Si la mezcla estuviera en Madrid, en verano en vez de un horno necesitaría un frigorífico.
La forma de la suela está, pero no la silueta: nuestra remesa no está todavía perfectamente lisa (desde 2015, algunas suelas pasan por una máquina que las lima automáticamente, pero no es lo normal). Al salir del horno —”Mira, todavía está caliente”, dice Schulz, y nos hace tocar un par: todavía está caliente—, ha de pasar por otras manos humanas, las de un joven con una gorra de los Chicago Bulls y pantalones cortos grises, que las lima con un cepillo eléctrico de cerdas metálicas. Se le da una capa de pegamento y para algunos aquí empieza la mejor parte: las suelas suben a una máquina como de película de Tim Burton, formada por barras de color metálico y discos azules sobre los que ruedan tres cintas por las que cuelgan y desfilan, en círculos hipnóticos, unas 2.000 suelas a la vez: la cinta de arriba las lleva a una catarata de pegamento; bajan de cinta, reciben una segunda mano de pegamento, bajan de cinta, acuden a su punto de recogida. Una fila hacia adelante, la de abajo hacia detrás, la última hacia delante. Hacia y contra el pegamento. En sincronía, un escenario de miles de bailarines, motas de polvo soñadas por un androide. Juergen Teller, uno de los pocos fotógrafos en ver la fábrica antes que nosotros, se quedó fascinado durante horas delante del aparato.
A partir de aquí es imposible seguir la remesa porque se distribuye por unas 17 cintas donde se les pone la parte de arriba —lo que antes solo era cuero, pero ahora incluye todo tipo de telas y plásticos—, donde solo las tocan manos humanas, donde la mujer de enormes uñas rosas y mechas rojas y camiseta gris le pasa un pincel con pegamento a la tela y se la entrega a la mujer de cejas pintadas, que pega la tela en la suela y se la entrega al hombre de pelo rapado que remata el pegado y se lo entrega a dos mujeres de pelo oscuro que cosen la hebilla y se la entregan a una chica de brazos tatuados que toma el producto final y lo mete en cajas y de vuelta a palés en el otro extremo de la fábrica.
Hay 78 empleados menos en Görlitz desde hace año y poco, los más curtidos y hábiles: ahora trabajan en la otra fábrica de la zona, la de Bernstadt de Marco Basilio a 21 kilómetros. Porque allí se confecciona la línea especial 1774 con la que desde hace poco se conmemora el aniversario de la casa. Todo lo aprendido en el pasado con un toque de futuro. El cuero no es de dos milímetros, sino de tres (Basilio: “¡Carísimo ese milímetro! Nadie lo usa, nadie lo tiene, solo nosotros”). Al pegar la tela, se le dan dos golpes de presión en una máquina nueva: primero directamente sobre la suela y otro, en la tela alrededor de la suela. El zapato se congela entonces. “Si no, puede haber problemas”, explica Basilio. “Una vez has pegado y congelado el zapato, ya nunca se va a desmontar. Nunca en la vida”. Así pasen 250 años.
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