Casey_Botsford
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Catorce de julio de 1952. Álvaro del Portillo, uno de los primeros miembros del Opus Dei y el sacerdote que sustituiría al fundador, José María Escrivá de Balaguer, tras su muerte en 1975, escribe a Francisco Franco. “Excelencia, he venido desde Roma con el solo objeto de solicitar una audiencia con V.E., pero, como, dado lo avanzado del verano, me temo no pueda tener el alto honor y la alegría de visitarle para hablar de nuestra labor y proyectos y exponerle otras muchas cosas que a V.E., como buen hijo de la Iglesia y Señor natural de los españoles le habrían de interesar, me permito dirigirle la presente carta”. La misiva, facilitada a EL PAÍS por el investigador británico Gareth Gore, autor de Opus (Editorial Crítica), tiene un objetivo concreto al que la mano derecha de Escrivá de Balaguer llega tras unos cuantos rodeos: pedir dinero.
Del Portillo recoge en la carta los contactos previos entre Escrivá de Balaguer y Franco, quien, según describe, ya había manifestado “varias veces” su “deseo sincero” de ayudar al Opus. Cuando estalla la Guerra Civil, el fundador de la organización cambió la sotana por un mono azul, se puso el anillo de boda de su padre, se alojó en ocho casas distintas y llegó a esconderse en un manicomio. Tenía miedo a ser asesinado como otros religiosos. Del Portillo, ingeniero al que había convencido para que fuera sacerdote, le acompañó en parte de esa huida. Pero la victoria de Franco creó, explica Gore, “las condiciones perfectas” para la expansión del Opus Dei. Por un lado, “hizo obligatorias las clases de religión y animó a las órdenes religiosas a que crearan residencias donde los alumnos pudieran ser vigilados. Las medidas jugaron a favor de la Obra y de su experiencia previa en la gestión de residencias de estudiantes”. Escrivá, que fue declarado santo en 2002, era muy consciente de lo que supondría ese empujón. En una carta al sacerdote Ricardo Fernández Vallespín, miembro del Opus, y fechada en Madrid el 27 de abril de 1939, llegó a escribir: “Creo que habremos de bendecir la guerra”.
“El Opus Dei”, afirma Gore, “no tenía absolutamente ningún escrúpulo en acercarse a un régimen que había asesinado a decenas de miles de sus oponentes políticos durante tiempos de paz. En lugar de denunciar a la dictadura asesina por sus acciones profundamente anticristianas, decidió acercarse al Régimen, ofreciendo sus servicios para sofocar a los elementos subversivos y a los trabajadores de las fábricas. Escrivá aduló al brutal dictador y este, a su vez, consideró al fundador del Opus Dei como ‘muy leal”. La publicación del libro del investigador británico, y la reciente decisión de la justicia argentina de imputar a los máximos responsables de la organización en el país por trata de personas y explotación, acorralan al Opus tras una sucesión de escándalos en sus casi 100 años de historia.
Del Portillo propone en su carta a Franco “una fórmula sencilla que no representa ningún gravamen para la Hacienda pública” y puede ayudar mucho al Opus, organización que, según le recuerda, lleva a cabo una labor “discreta y callada”, la “más eficaz” —dice— para “poner en orden las ideas”. “Estamos montando”, explica al dictador, “algunos colegios de segunda enseñanza; algunos institutos de formación profesional de universitarios y postgraduados y es nuestro deseo poner en funcionamiento cuanto antes en el castillo de Peñíscola, que el Estado nos cedió en usufructo, un centro de alta cultura donde pueden venir a convivir, en un ambiente español y cristiano, intelectuales de todo el mundo, incluso los no católicos”. La mano derecha de Escrivá en ese momento añade que también han comenzado a extenderse por otros “sectores importantes de la sociedad: los campesinos y los obreros” y que, “por razones fácilmente comprensibles”, llevan a cabo esa labor “con la máxima discreción”. Para toda esa tarea, relata, hacen falta “obras corporativas, casas de ejercicios, granjas-escuela, escuelas de capacitación...instalaciones adecuadas que representan una fuerte inversión inicial”. “Sacrificios”, añade, “de orden económico al servicio de Dios y de la Patria tan urgentes para que no se malogre por el influjo de sectas tenebrosas y doctrinas subversivas el esfuerzo que el Nuevo Estado; bajo la suprema dirección de V.E. viene haciendo por la completa restauración de un orden social más cristiano”. “Hemos de lanzarnos a tan dura empresa cueste lo que cueste”, advierte del Portillo, quien aún se demora un par de párrafos más en decir cuánto va a costar. “No pedimos ninguna ayuda especial del Estado (...) Nuestra labor, aunque coopere eficazmente con la oficial, es privada y pensamos hacerla con nuestros propios medios. Pero necesitamos que se nos faciliten inicialmente los recursos económicos en la forma normal para cualquiera institución: crédito bancario a largo plazo”. Por eso, concluye al fin, “pensamos solicitar del Banco de España un crédito corporativo de 55 millones de pesetas y rogamos encarecidamente a V.E. que apoye nuestra pretensión ante el Gobernador del Banco para que, habida cuenta del elevado fin que se persigue y de la solvencia que ofrece el Instituto —muy mal habría de andar España para que nosotros no pudiéramos pagar—,se estudie con cariño nuestra solicitud y se resuelva favorablemente”.
Franco no atendió aquella petición. Porque no era la primera. El 5 de julio de 1949, Del Portillo ya se había dirigido a las autoridades franquistas para pedirles ocho millones de pesetas de fondos públicos, el equivalente a casi cuatro millones de euros de hoy, para el Colegio Romano de la Santa Cruz, “un centro de actualización para hombres numerarios”, describe Gore, “al que los miembros más destacados del Opus Dei serían enviados para recibir formación periódica y asegurarse de que seguían el mensaje”, aunque Del Portillo, en su carta, lo describía como “un gran centro de investigación y cultura internacional” para dar la batalla contra “las tendencias heterodoxas del pensamiento que tan seriamente amenazan a la Iglesia y a los valores de la civilización occidental”. El Régimen, como recoge el investigador británico en su libro, terminó donando, en esta ocasión, un millón y medio de pesetas.
Ese acercamiento y creciente influencia del Opus Dei sobre Franco despertó las alarmas —y probablemente los celos— de Falange. En un informe, alertó de que querían “conquistar el poder a través de las instituciones culturales” y advirtió de que “periódicos, revistas, editoriales, librerías y hasta distribuidoras de cine estaban vinculadas a la Obra y al Banco Popular”. Para la organización fascista, pronto resultó obvio que los ministros del Opus [Alberto Ullastres, Mariano Navarro Rubio y Laureano López Rodó] “no respondían al Caudillo, sino ante una autoridad totalmente distinta”. En su libro, Gore relata que Escrivá ordenó que esos miembros del Régimen pertenecientes a la Obra acudieran personalmente a recibirlo siempre que volviera a España. “Ese requisito ya resultaba bastante incómodo cuando el fundador viajaba al aeropuerto de Barajas, pero de vez en cuando iba a España en coche a través de Francia, lo cual obligaba a tres de los hombres más ocupados y poderosos del país a dejarlo todo y conducir cinco horas hasta la frontera con Irún”. La web del Opus Dei cuenta hoy con un artículo que pretende desmentir la “consigna falangista” sobre ese afán de influencia política: “Los ministros actuaban en nombre propio (...) El Opus Dei no tiene programa político y su actuación se circunscribe exclusivamente al ámbito espiritual”.
En 1969, uno de los fundadores de Falange, Francisco Herranz, entró en una iglesia de Madrid, se confesó, salió a la calle y se pegó un tiro en la cabeza. En su cuerpo encontraron una nota que condenaba al Opus Dei.
Una de las instituciones donde la organización religiosa se infiltró fue el Centro Superior de Investigaciones Científicas. Creado por Franco a finales de 1939, tenía una peculiar misión: “Imponer las ideas esenciales que han inspirado nuestro Glorioso Movimiento”. José María Albareda, miembro del Opus Dei, fue nombrado responsable. “Casi de inmediato”, relata Gore en su libro, “empezó a abusar del cargo desviando fondos estatales a sus amigos de la Obra. En sus primeros años, una de cada 16 de las lucrativas becas de investigación concedidas por el CSIC fue a parar a miembros del Opus Dei”.
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Del Portillo recoge en la carta los contactos previos entre Escrivá de Balaguer y Franco, quien, según describe, ya había manifestado “varias veces” su “deseo sincero” de ayudar al Opus. Cuando estalla la Guerra Civil, el fundador de la organización cambió la sotana por un mono azul, se puso el anillo de boda de su padre, se alojó en ocho casas distintas y llegó a esconderse en un manicomio. Tenía miedo a ser asesinado como otros religiosos. Del Portillo, ingeniero al que había convencido para que fuera sacerdote, le acompañó en parte de esa huida. Pero la victoria de Franco creó, explica Gore, “las condiciones perfectas” para la expansión del Opus Dei. Por un lado, “hizo obligatorias las clases de religión y animó a las órdenes religiosas a que crearan residencias donde los alumnos pudieran ser vigilados. Las medidas jugaron a favor de la Obra y de su experiencia previa en la gestión de residencias de estudiantes”. Escrivá, que fue declarado santo en 2002, era muy consciente de lo que supondría ese empujón. En una carta al sacerdote Ricardo Fernández Vallespín, miembro del Opus, y fechada en Madrid el 27 de abril de 1939, llegó a escribir: “Creo que habremos de bendecir la guerra”.
“El Opus Dei”, afirma Gore, “no tenía absolutamente ningún escrúpulo en acercarse a un régimen que había asesinado a decenas de miles de sus oponentes políticos durante tiempos de paz. En lugar de denunciar a la dictadura asesina por sus acciones profundamente anticristianas, decidió acercarse al Régimen, ofreciendo sus servicios para sofocar a los elementos subversivos y a los trabajadores de las fábricas. Escrivá aduló al brutal dictador y este, a su vez, consideró al fundador del Opus Dei como ‘muy leal”. La publicación del libro del investigador británico, y la reciente decisión de la justicia argentina de imputar a los máximos responsables de la organización en el país por trata de personas y explotación, acorralan al Opus tras una sucesión de escándalos en sus casi 100 años de historia.
Del Portillo propone en su carta a Franco “una fórmula sencilla que no representa ningún gravamen para la Hacienda pública” y puede ayudar mucho al Opus, organización que, según le recuerda, lleva a cabo una labor “discreta y callada”, la “más eficaz” —dice— para “poner en orden las ideas”. “Estamos montando”, explica al dictador, “algunos colegios de segunda enseñanza; algunos institutos de formación profesional de universitarios y postgraduados y es nuestro deseo poner en funcionamiento cuanto antes en el castillo de Peñíscola, que el Estado nos cedió en usufructo, un centro de alta cultura donde pueden venir a convivir, en un ambiente español y cristiano, intelectuales de todo el mundo, incluso los no católicos”. La mano derecha de Escrivá en ese momento añade que también han comenzado a extenderse por otros “sectores importantes de la sociedad: los campesinos y los obreros” y que, “por razones fácilmente comprensibles”, llevan a cabo esa labor “con la máxima discreción”. Para toda esa tarea, relata, hacen falta “obras corporativas, casas de ejercicios, granjas-escuela, escuelas de capacitación...instalaciones adecuadas que representan una fuerte inversión inicial”. “Sacrificios”, añade, “de orden económico al servicio de Dios y de la Patria tan urgentes para que no se malogre por el influjo de sectas tenebrosas y doctrinas subversivas el esfuerzo que el Nuevo Estado; bajo la suprema dirección de V.E. viene haciendo por la completa restauración de un orden social más cristiano”. “Hemos de lanzarnos a tan dura empresa cueste lo que cueste”, advierte del Portillo, quien aún se demora un par de párrafos más en decir cuánto va a costar. “No pedimos ninguna ayuda especial del Estado (...) Nuestra labor, aunque coopere eficazmente con la oficial, es privada y pensamos hacerla con nuestros propios medios. Pero necesitamos que se nos faciliten inicialmente los recursos económicos en la forma normal para cualquiera institución: crédito bancario a largo plazo”. Por eso, concluye al fin, “pensamos solicitar del Banco de España un crédito corporativo de 55 millones de pesetas y rogamos encarecidamente a V.E. que apoye nuestra pretensión ante el Gobernador del Banco para que, habida cuenta del elevado fin que se persigue y de la solvencia que ofrece el Instituto —muy mal habría de andar España para que nosotros no pudiéramos pagar—,se estudie con cariño nuestra solicitud y se resuelva favorablemente”.
Franco no atendió aquella petición. Porque no era la primera. El 5 de julio de 1949, Del Portillo ya se había dirigido a las autoridades franquistas para pedirles ocho millones de pesetas de fondos públicos, el equivalente a casi cuatro millones de euros de hoy, para el Colegio Romano de la Santa Cruz, “un centro de actualización para hombres numerarios”, describe Gore, “al que los miembros más destacados del Opus Dei serían enviados para recibir formación periódica y asegurarse de que seguían el mensaje”, aunque Del Portillo, en su carta, lo describía como “un gran centro de investigación y cultura internacional” para dar la batalla contra “las tendencias heterodoxas del pensamiento que tan seriamente amenazan a la Iglesia y a los valores de la civilización occidental”. El Régimen, como recoge el investigador británico en su libro, terminó donando, en esta ocasión, un millón y medio de pesetas.
El falangista que se suicidó con una nota contra el Opus
Ese acercamiento y creciente influencia del Opus Dei sobre Franco despertó las alarmas —y probablemente los celos— de Falange. En un informe, alertó de que querían “conquistar el poder a través de las instituciones culturales” y advirtió de que “periódicos, revistas, editoriales, librerías y hasta distribuidoras de cine estaban vinculadas a la Obra y al Banco Popular”. Para la organización fascista, pronto resultó obvio que los ministros del Opus [Alberto Ullastres, Mariano Navarro Rubio y Laureano López Rodó] “no respondían al Caudillo, sino ante una autoridad totalmente distinta”. En su libro, Gore relata que Escrivá ordenó que esos miembros del Régimen pertenecientes a la Obra acudieran personalmente a recibirlo siempre que volviera a España. “Ese requisito ya resultaba bastante incómodo cuando el fundador viajaba al aeropuerto de Barajas, pero de vez en cuando iba a España en coche a través de Francia, lo cual obligaba a tres de los hombres más ocupados y poderosos del país a dejarlo todo y conducir cinco horas hasta la frontera con Irún”. La web del Opus Dei cuenta hoy con un artículo que pretende desmentir la “consigna falangista” sobre ese afán de influencia política: “Los ministros actuaban en nombre propio (...) El Opus Dei no tiene programa político y su actuación se circunscribe exclusivamente al ámbito espiritual”.
En 1969, uno de los fundadores de Falange, Francisco Herranz, entró en una iglesia de Madrid, se confesó, salió a la calle y se pegó un tiro en la cabeza. En su cuerpo encontraron una nota que condenaba al Opus Dei.
Una de las instituciones donde la organización religiosa se infiltró fue el Centro Superior de Investigaciones Científicas. Creado por Franco a finales de 1939, tenía una peculiar misión: “Imponer las ideas esenciales que han inspirado nuestro Glorioso Movimiento”. José María Albareda, miembro del Opus Dei, fue nombrado responsable. “Casi de inmediato”, relata Gore en su libro, “empezó a abusar del cargo desviando fondos estatales a sus amigos de la Obra. En sus primeros años, una de cada 16 de las lucrativas becas de investigación concedidas por el CSIC fue a parar a miembros del Opus Dei”.
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Así pedía dinero a Franco el Opus Dei: un “sacrificio económico al servicio de Dios, la Patria y el Nuevo Estado”
La dictadura fue crucial en la expansión de la organización religiosa. Su fundador, Escrivá de Balaguer, declarado santo en 2002, llegó a decir en 1939: “Creo que habremos de bendecir la guerra”
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