Arte sobre el torero

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Albert Serra ha ganado la Concha de Oro del Festival de San Sebastián con una película, Tardes de soledad, que parte de un interrogante básico: ¿Qué es un torero? La pregunta tiene una genealogía. En los legajos de su frustrado Paquiro o de las corridas de toros, Ortega y Gasset sostiene que nadie en España salvo él sabía lo que era un torero. A pesar de que nunca llegó a construir una respuesta cerrada a ese interrogante, Ortega sí esboza, muy en sintonía con su filosofía vitalista, una tesis que vincula este extraño oficio con una “intransferible responsabilidad de vida”. Ortega, además, se resiste explícitamente a integrar al torero en el mundo del arte y ve en el estilismo, en la expresividad, una corrupción de la artesanía, de la verdad agraria de las corridas de toros. Sin embargo, la explicación perdurable de qué es un torero estaba llamada a establecerla, bajo otras claves, no un ensayo, sino la biografía novelada de quien encarna, para los toros, el tránsito definitivo de la artesanía al arte, la irrupción del torero como artista. Estamos hablando del conocido Juan Belmonte. Matador de toros, de Chaves Nogales. “Se torea como se es”, la icónica frase de Belmonte, introduce ya definitivamente al torero en el universo que propiamente abre el Romanticismo, aquel donde el arte ya no está sólo sometido al canon objetivo de la geometría o la armonía, es decir, de la lex artis, sino que exige la expresión de una personalidad. El lugar donde cada hombre es único. El torero que, según Belmonte, asume además el riesgo como el “eje de la vida sublime”, adquiere así, como vio parte de nuestra generación del 27, una cierta santidad dentro del ministerio artístico.

Tardes de soledad, de Albert Serra, es una obra cinematográfica en conmoción, provoca una perturbación, una sacudida del ánimo y del cuerpo. Por eso, y no sólo porque verse sobre la tauromaquia, comparte un vínculo íntimo con Liebestod, el olor a sangre no se me quita de los ojos, la obra teatral que, unos años antes, pusiera en escena Angélica Liddell. No es casual tampoco que ambos, en ningún caso aficionados a los toros, sitúen precisamente en el Belmonte de Nogales el punto de partida de dos aproximaciones a la tauromaquia que erigen el proceso creativo del torero, su vida consagrada al toro y su aceptación de la muerte, en paradigma de la verdad en el arte. Hay así una modernidad en estas obras y radica en que no son ensayos sobre la moralidad de la fiesta, ni tampoco es la belleza de la corrida de toros lo que fascina al artista, sino la persistente y extraña figura del torero. Un torero que ya no es protagonista de una epopeya proletaria y amorosa, al estilo canónico de Sangre y arena, lo que Alberto González Troyano ha llamado “el torero como héroe literario”. El torero aquí es objeto de atención en abstracto como puro creador que, en un mundo de simulacro, encarna una existencia artística difícil pero sublime.

La tauromaquia es un arte radicalmente anacrónico, atado a su cruda verdad agraria, a la vida en bruto y a la muerte. Un arte que no tolera representación

La tauromaquia es, en cualquier caso, un arte radicalmente anacrónico, atado a su cruda verdad agraria, a la vida en bruto y a la muerte. Un arte que no tolera representación y que, por esta crudeza, y sobre la base de una pujante moralidad animalista, ha sido materialmente prohibido en algunos lugares. Angélica Liddell nace en Figueres y Albert Serra en Banyoles. Los toros terminaron en Cataluña en el año 2006, por decisión de su Parlamento. Aquella prohibición suscitó una reflexión moral que tuvo como fruto editorial tanto construcciones filosóficas partidarias de la moralidad de la corrida de toros, como las de los profesores Francis Wolff o Víctor Gómez Pin, así como otras obras que ordenaron el argumentario abolicionista. Ahí están, por ejemplo, los trabajos de Jesús Mosterín o Pablo de Lora. La eterna querella entre la cultura taurina y la antitaurina adquirió durante estos años una especial pujanza filosófica y jurídica. No obstante, es a rebufo de este debate abolicionista cuando se inicia un tránsito paulatino, e inacabado, dentro de la tauromaquia, de lo cultural a lo contracultural. Ya en 2004, Pedro G. Romero lo planteaba con el bailaor Israel Galván en Arena, un espectáculo donde la corrida no es tan nacional como herética, y que, con la voz de Niño de Elche, integraba al antitaurinismo como esa otra cara de la pasión que, como Diego Carrasco insiste, es indispensable para entender la tauromaquia desde sus orígenes. La obra taurina completa de Rafael Sánchez Ferlosio, recopilada por El Paseo, sirve bien para observar, sobre su persona, esa síntesis vehemente y contradictoria del partidario fervoroso y del antitaurino por antiespañol, y no por compasión de los animales sino por vergüenza de los hombres.

Decíamos que el tránsito de lo cultural a lo contracultural es inacabado. La decisión de poner fin al Premio Nacional de Tauromaquia sitúa a los toros en el que, en mi opinión, sería su lugar natural y vital en la historia, como una esfera radicalmente autónoma y soberana. No obstante, en paralelo, son visibles también intentos regionales de subsumir, o domesticar, la corrida de toros como una cultura ideológica. En cualquier caso, en esta pugna, lo que persiste, y lo que alguien como Albert Serra ha sabido retratar, es la veracidad radical del torero como artista. Es por la consagración vital del torero a su arte por lo que este es paradigma del artista y, a su vez, la tauromaquia, con su crudeza, una realidad tan terca e irreductible.

Víctor J. Vázquez es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla. Su último libro es el ensayo La soledad del artista. Censura, límites y cancelaciones (Athenaica, 2023).

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