Aquel verano de... Isabel Muñoz: el amor al mar desde Japón

Jesus_Lang

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El verano tiene algo mágico. Es un tiempo que esperamos durante todo el año, y esa espera se repite desde la infancia y se prolonga hacia el futuro desde nuestros más queridos recuerdos.

De pequeña soñaba con los veranos en ese Castellón agreste y montañoso con mis abuelos al ritmo del calor que marcan el canto de las chicharras… y son muchos mis recuerdos que me hacen difícil la elección de una intima imagen veraniega en concreto. Como decía Yukio Mishima, las emociones no siguen un orden fijo, antes bien, y al igual que las partículas del éter, prefieren revolotear con libertad y flotar eternamente trémulas y cambiantes.

Si acaso el año 2017 y su estío fueron especiales para mí. Me estaba recuperando de un grave accidente que tuve en Tailandia cuando se me abrió profesionalmente Japón después de 25 años de ansiada espera. Quería fotografiar “los jardines secretos” de un pueblo que me había fascinado desde niña y pensé hacerlo desde su mitología con bailarines de butoh. Llegué a Japón de la mano de Yusuke Nakanishi, fundador del festival de fotografía de Kioto, con una muestra de Genbei Yamaguchi. El señor Gembei es un artista contemporáneo de kimonos y obis. Siendo la décima generación de una familia de productores tejedores de sedas naturales, me contó una historia fascinante sobre el origen del color negro en su país, más concretamente en la isla de Amami-Oshima, en Kagoshima. Amami fue siempre una isla productora de seda y en época del Shogunato sus habitantes, para evitar los abusos de los recaudadores, escondieron parte importante de la producción bajo tierra. Al desenterrarla vieron que los dorados hilos de seda se habían tornado negros por efecto directo del hierro del sustrato.

El color negro, con el que estoy tan unida —en japonés, kuro—, tiene, también en nuestra cultura, connotaciones de misterio y representa autoridad, solemnidad y respeto. Ese relato me llevó a Amami tras recorrer las maravillosas costas de Japón buscando a la diosa del sol, Amaterasu, que reina en blanco y negro sobre la muerte y la resurrección. En esa búsqueda tuve el privilegio de conocer a Ai Futaki, apneísta con dos récords guinness y embajadora del medio ambiente se su país .Ai es como las sirenas, que cuando entran en contacto con el agua del mar se convierten en un habitante más de ese desconocido universo marino. Con ella y con varios bailarines de butoh me sumergí en ese mar que no tiene fronteras, que nos lo da todo sin pedir nada a cambio y que en 2011 nos avisó de su hartazgo con una gran tragedia y nos lo volvió a recordar a fines de 2016 en Fukushima.

La fotógrafa Isabel Muñoz, trabajando en Japón.

Siempre había pensado que el butoh era una danza, punto, hasta que que me apercibí de que realmente era un moviendo sociopolítico creado por intelectuales japoneses como Kazuo Ohno, Tatsumi Hijikata o Mishima tras la Segunda Guerra Mundial para canalizar el dolor que supuso la derrota japonesa y las consecuencias de las bombas atómicas. Cuando nos sumergimos en el mar, la ingravidez de nuestros cuerpos nos conecta con nuestro yo interno, es como una vuelta meditativa al vientre materno que se ha convertido con los años en mi caso en una necesidad vital. Mi relación con Ai ha evolucionado en una comunión espiritual en el compromiso de por vida de querer dar voz al mar y reclamar para él, entre nosotros, el amor que le debemos. No se puede amar lo que no se respeta.

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