Ana María Navales, en el olvido

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Al pasar la página, me encuentro con una secuencia de recuerdos titulada Melancolía. Me gusta esta palabra. Suena como a dolor que no duele y la acompaña una sombra de sugestión y de música. El autor es Manuel Vilas, otro hijo literario de una copiosa cosecha de talento que Aragón lleva ofreciéndonos desde hace varias décadas. ¿Qué luz les da que tanto brillan? Vilas te lo enseña todo, te lo cuenta todo. Lo bueno, lo malo, lo que otros, no sé si más discretos o más timoratos, callaríamos. En la susodicha secuencia, traza con mano triste una breve semblanza de una escritora a quien, por circunstancias de la edad, conocí antes que él: Ana María Navales, fallecida en 2009. Ella fue, a mi llegada a Zaragoza (melena y 20 años), la primera persona del lugar relacionada con la literatura a quien visité. Me recibió en su casa y soportó la lectura de unos poemas míos que su marido, allí cerca, tildó de tonantes y yo, en consecuencia, de vuelta a mi cuarto de alquiler, rompí. Ana María me regaló aquella tarde, con dedicatoria incluida, un ejemplar de Mester de amor, el libro de poemas que un año antes le había granjeado un accésit del Premio Adonáis. Vilas acierta al considerar que la autora vivía por entonces un momento dulce en su quehacer literario. Se me hace que después sus méritos (escribió excelentes cuentos) no obtuvieron mayor recompensa. Vilas lamenta el olvido que hoy día pesa sobre ella. Lo excepcional, creo yo, es que el esfuerzo humano merezca recuerdo, aunque algo de memoria se sedimenta en bibliotecas y museos. ¿Qué saben los muertos si son o no recordados? A lo sumo, el problema atañe a quienes aún viven ignorantes de los frutos valiosos que el olvido les arrebata. Unas páginas de Vilas me han inducido a activar el recuerdo de Ana María Navales. Ya somos dos, me digo. Lo hago, lo hacemos, con frágil esperanza, mientras, como ella dejó escrito, “lento el exterminio se acerca en su carroza”.

 

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