La ley de eutanasia ha sido la conquista reciente de una sociedad emancipada de las creencias religiosas que hacían inviable hasta este momento la decisión sobre la continuidad de las medidas curativas o paliativas por parte de enfermos terminales. Prevaleció por fin la conciencia del individuo enfrentado a su sufrimiento y la capacidad para determinar hasta dónde estaba dispuesto a explotar el apabullante desarrollo tecnológico de la medicina. Hoy pueden tratarse mucho mejor que antes tanto el dolor como el deterioro de enfermedades asociadas a menudo con el mero envejecimiento, que no es otra cosa que la pérdida progresiva y creciente de capacidad de los órganos que nos han mantenido con vida durante décadas (felizmente). A pesar de eso, muchas personas prefieren ahorrarse ese último tramo de vida y evitar tratamientos que han dejado de percibir como beneficiosos. En su evaluación íntima e intransferible de costes, escogen la renuncia a una vida que ha dejado de serlo a sus ojos, que ha desaparecido ya y que es imposible que vuelva, dada la radicalidad de las dolencias que ampara el nuevo derecho a la eutanasia.
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