‘Alcaravea’ de Irene Reyes-Noguerol: de una belleza insoportable

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Se parece a todas las cosas bonitas: a mirar el mar en otoño, a recibir el beso de tu abuela en la frente, a lamer una lágrima de alegría, a aprender el nombre de una flor que solo crece en los descampados de la tierra en que naciste… Sí. A todas esas cosas se parece la literatura de Irene Reyes-Noguerol, cuyo nuevo libro de cuentos, Alcaravea, ve la luz haciendo honor a esta metáfora del nacimiento de una obra: cada uno de los textos que componen Alcaravea nos inyecta un rayo de sol en la mirada; y el libro se alza así tan bello, tan bello, tan bello, que resulta insoportable.

Me explicaré mejor. Lo que pasa es que Reyes-Noguerol escribe como quien susurra. Los doce relatos de este libro son puro ASMR. La pluralidad de sus voces narradoras tiene un tono común, un sosiego, una perla de sabiduría, una calma honda, brillosa, incluso si a veces lo que cuentan sus personajes está infectado de dolor. La autora habla bajo, tan bajito, que nos obliga a poner el oído muy cerca del papel hasta erizarnos a base de poesía. Pareciera, de hecho, que sus cuentos no fuesen cuentos sino largos poemas, o quizá monólogos puestos en boca de antepasados reales o ficticios, pues el elenco de confesores que Alcaravea presenta tiene tanto de homenaje al árbol genealógico propio, como de reinterpretación del canon.

No se me ocurre libro más intimista que este. Por eso da igual que quien nos hable aquí sea un afamado pintor de girasoles, o un poeta que recordaba los patios de Sevilla, o una abuela anónima entonando una nana. No se me ocurre mayor derroche de intimidad y de secreto, y lo que Reyes-Noguerol demuestra es que no hace falta estar poniendo siempre el yo en el centro para llegar hasta el hueso de la ternura. No. La escritura íntima de Reyes-Noguerol no tiene que ver con el yo, sino más bien la intensidad con la que las confidencias de sus personajes se van desvelando. En algunos relatos, su ficción sin trama sigue el ritmo de Clarice Lispector, aunque con un deje naíf; en otros, su manía poética se asemeja a la prosa asilvestrada de Marosa di Giorgio; con todo, también hay en Alcaravea un vínculo generacional evidente: el arraigo de Irene Solà, el compromiso de María Sánchez.

Resultan especialmente emotivos los cuentos ‘Entre los dientes’, que es casi un acertijillo diminutivista; ‘La primera piedra’, por su descorazonador retrato de las adicciones; y ‘Cuando los reyes poetas’, una suerte de intercambio epistolar entre Almutamid, el rey poeta de la taifa de Sevilla, y el erudito Abenámar, que es también una celebración de nuestra herencia musulmana. Hay algo tan hermoso y hondo en estos textos, hay tanta perfección en su lenguaje y en su forma, están tan pulidas sus frases y tan bien expresadas sus ideas que la belleza se vuelve insostenible. Me pregunto si acaso a la escritura de Reyes-Noguerol le falte la oscuridad de un mensaje último. Si acaso al cerrar su libro el susurro con el que nos embelesaba desaparecerá de golpe, o si, al contrario, se nos quedará muy dentro. Como ahora no quiero decidir, como ya no me interesa opinar, mejor me agarraré otro rato a las palabras de su Abenámar: “La belleza salva, decían los maestros. Y así es”.

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