Aires de Setefilla en la Magna

Holly_Osinski

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El traslado a Sevilla de las tres Vírgenes de la provincia con motivo del Congreso Internacional de Hermandades y Piedad Popular ha sido un acontecimiento tan excepcional que ha despertado entre los habitantes de Dos Hermanas, de Utrera y de Lora del Río fuertes emociones expresadas de viva voz ante sus imágenes respectivas. Emociones contagiosas compartidas también en ocasiones por muchos de los sevillanos que allí estaban y que han visto en estas expansiones de los devotos que vinieron de los tres pueblos la manifestación de unas creencias vividas cada una con sus particulares matices, un modo propio de venerar a su Virgen, un hecho litúrgico de aliento popular específico y diferenciado . La sedente solemnidad de Valme, la ternura del rostro de Consolación y la limpia sencillez del paso de Setefilla crearon en torno a ellas una atmósfera devocional que reproduce el mismo entusiasmo y la misma unción que se viven en sus respectivos lugares de culto. Desde sus lugares de origen –en el caso de Lora al conjuro del nombre de Setefilla– sus gentes trajeron con ellos los gestos, los cantos, las oraciones, los ritos ancestrales de una religiosidad que se cuenta por siglos y se vive como el más preciado legado que unos padres dejaron a sus hijos, que unos abuelos sembraron para siempre en la conciencia niña de sus nietos. Y lo han hecho con una alegría y hasta con un orgullo no reprimido, con la convicción de que aquella Virgen suya era, por encima de cualquier otro motivo, la señal más auténtica de su identidad como pueblo, la razón y el sentido de su trayectoria histórica, de su pertenencia a una comunidad marcada en el curso de los tiempos por esa inmarcesible devoción que trasciende los cambios políticos y sociales, las guerras y las revoluciones, las modas y las mentalidades que se suceden en el discurrir de la historia. Es la imagen genuina de un pueblo que se siente él mismo cuando oye gritar un ¡Viva la Serranita Hermosa! y le vibra el alma con la memoria de los que ya se fueron y con la íntima, acogedora conciencia de su más profunda razón de ser. Concernido entonces por las llamada de su raíces, impelido por el tirón de sus adentros a responder a aquella gozosa invitación, el quiebro de su voz y la humedad de sus ojos serán testigos fidedignos de que en aquel grito se sustancia un sentido de la trascendencia vinculado a la figura maternal de María bajo la advocación de Setefilla, esa extraña palabra que para los demás suena rara pero que a un loreño le suena como una dulce tonada que le conforta el alma. En esta semana de tantas emociones he visto a los míos visitar a su Virgen en los templos de Sevilla con la sana inocencia de quienes se saben en posesión de un secreto que sólo ellos conocen, trasmitiendo gozosos a los no iniciados las claves de aquella rumorosa unción ante el paso de la Señora y expresando en voz alta, sin reserva alguna, sus más cálidos sentimientos. Y los he visto también, silentes y respetuosos con el canon procesional de esta ciudad, discurrir por el itinerario marcado junto a imágenes señeras de la devoción sevillana, en un gesto fraternal que une la capital y la provincia en una misma emoción cristiana. Acostumbrada a las altas soledades de la sierra, allá en la pequeña ermita que domina el valle del Guadalquivir desde las ruinas de un castillo roquedo, Setefilla no había conocido hasta ahora ni la solemnidad de las naves catedralicias ni el pausado discurrir por las calles de Sevilla –todo un ejemplo señero de buena organización y buen gusto– a los que en esta ocasión ha sido ha sido invitada. Pero ha traído a la capital de la archidiócesis los aires de la serranía, un aroma silvestre a flores del campo y el entusiasmo febril de su gente, esa piedad de aliento popular que brota del alma y enerva los sentidos con sus cantos y sus ¡vivas! a flor de piel. Alguien podrá argüir que la vivencia cristiana necesita de más hondas exigencias de fondo, de mayores calidades del espíritu. Pero en un tiempo desacralizado como el que hoy vive la vieja Europa, con una lacerante deriva nihilista, la piedad sencilla del pueblo creyente es también una muestra señera del mundo de lo sacro, un tesoro por el que la fe en la madre de Dios trasciende y eleva hacia lo alto el vivir nuestro de cada día. Valme, Consolación y Setefilla, exponentes de una visión de la trascendencia a través de la tierna figura mediática de María, nos han traído a Sevilla el aliento sagrado de sus creencias, la frescura de una fe cimentada en siglos de historia, la expresión de una religiosidad sostenida en el tiempo y mostrada 'coram populo' con la sana naturalidad de las cosas sencillas.SOBRE EL AUTOR ROGELIO REYES CANO Catedrático emérito de Literatura Española

 

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