¿Cómo pasa una empresa como Nike de vender apenas el 17% de zapatillas en un sector, el baloncesto, y en su país, Estados Unidos, tercera en la lista tras Converse y Adidas y a mucha distancia de ellas, a convertirse en la marca deportiva dominante no solo en las canchas de basket sino también en la calle y, por extensión, en otros deportes? La respuesta corta y fácil, y seguramente correcta, es esta: Michael Jordan. La respuesta compleja, y aún más atractiva y emocionante, podría ser esta otra: por el atrevimiento y la transgresión, por la ambición y la osadía de una serie de personas relacionadas con las ideas, el marketing, la publicidad, el arte, el oficio, el dinero y la sabiduría en torno al deporte y al conocimiento de la gente brillante y especial, de sus actitudes y de su interior, todas ellas con Jordan como figura aglutinadora que, en la sombra, les ayudó a convertirse en mejores en cada uno de sus departamentos. Una historia fascinante que se encarga de contar la estupenda película estadounidense Air, dirigida por Ben Affleck, coescrita por Matt Damon y el propio Affleck, y protagonizada por ambos.
A Jordan, aparte de las imágenes de archivo de sus partidos universitarios, solo se le escucha un puñado de monosílabos y en la imagen es poco más que una sombra: el actor que lo interpreta (por utilizar un verbo que en modo alguno le calza) solo sale de espaldas o fuera de campo. Los protagonistas son otros, comandados por el ideólogo de la decisión de fichar al jugador para ser el nuevo emblema de la marca por una extraordinaria cantidad de dinero. Un sabio del baloncesto de mediana edad, gordito, apostador y sin carisma, al que da vida el magnífico actor que es Damon. Un ojeador sin más talento que saber dónde reside la verdadera naturaleza de los genios aún por pulir, como entonces era el reciente fichaje de los Chicago Bulls. Elegido, y esta es una de las claves, solo en el tercer lugar del draft del año 1984, por detrás de Hakeem Olajuwon, para todos, la estrella indiscutible luego confirmada, aunque sin el estratosférico nivel de Jordan, y de Sam Bowie, al que las lesiones y las malas decisiones hundieron en la discreción de una pronta retirada del baloncesto con apenas 10 puntos de media por partido. Pero esa es precisamente la magia del deporte: la imprevisibilidad.
Marcada musicalmente por un puñado de canciones de la época, sobre todo por el Born In The USA de Bruce Sprinsteen, como símbolo de una de esas fábulas americanas sobre la ambición, el trabajo bien hecho y la confianza en uno mismo, o de todos en sí mismos, Air, titulada así en honor al nombre de aquellas míticas zapatillas asociadas al poder de subversión, tiene un tono elegíaco muy especial casi más cercano a la comedia que al drama. En la línea de otra estupenda película popular en torno al deporte y al dinero como Jerry Maguire, y quizá ambicionando la calidad y los entresijos de otro relato ajeno en la imagen a los campos y a la bola, a las carreras y a los puntos, y más centrado en los despachos, en las decisiones y, sobre todo, en la inteligencia para saber escrutar lo inescrutable, dónde reside el genio deportivo: Moneyball, una de las mejores obras de la historia del cine deportivo, portentosa altura que no alcanza Air.
Las ambiciones de una madre y de un hijo, que tantas veces vemos en familias de diamantes del deporte aún por pulir y que se escacharran por el camino, dominan la segunda parte de la película. También su confianza. Y el riesgo de todos. Es el carácter que forjó el llamado sueño americano, tan ligado a la era Reagan a la que pertenece el acontecimiento. Y también de su reverso tenebroso: la pesadilla que tantas veces acecha al individuo y al país, y que esta vez no llegó.
Al trabajo de Affleck, tan divertido como en Argo, quizá le falte un punto de profundidad para llegar a convertirse en la gran película que podría haber sido con un poco más de ambición y de estilo, pero el poder del director como excelente narrador, ya demostrado en Adiós, pequeña, adiós y The Town, provoca que no le falte nada para ser un documento interesantísimo alrededor de las historias del deporte, de las finanzas, del marketing y de la publicidad, y un divertimento para gozar, reír y rememorar.
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A Jordan, aparte de las imágenes de archivo de sus partidos universitarios, solo se le escucha un puñado de monosílabos y en la imagen es poco más que una sombra: el actor que lo interpreta (por utilizar un verbo que en modo alguno le calza) solo sale de espaldas o fuera de campo. Los protagonistas son otros, comandados por el ideólogo de la decisión de fichar al jugador para ser el nuevo emblema de la marca por una extraordinaria cantidad de dinero. Un sabio del baloncesto de mediana edad, gordito, apostador y sin carisma, al que da vida el magnífico actor que es Damon. Un ojeador sin más talento que saber dónde reside la verdadera naturaleza de los genios aún por pulir, como entonces era el reciente fichaje de los Chicago Bulls. Elegido, y esta es una de las claves, solo en el tercer lugar del draft del año 1984, por detrás de Hakeem Olajuwon, para todos, la estrella indiscutible luego confirmada, aunque sin el estratosférico nivel de Jordan, y de Sam Bowie, al que las lesiones y las malas decisiones hundieron en la discreción de una pronta retirada del baloncesto con apenas 10 puntos de media por partido. Pero esa es precisamente la magia del deporte: la imprevisibilidad.
Marcada musicalmente por un puñado de canciones de la época, sobre todo por el Born In The USA de Bruce Sprinsteen, como símbolo de una de esas fábulas americanas sobre la ambición, el trabajo bien hecho y la confianza en uno mismo, o de todos en sí mismos, Air, titulada así en honor al nombre de aquellas míticas zapatillas asociadas al poder de subversión, tiene un tono elegíaco muy especial casi más cercano a la comedia que al drama. En la línea de otra estupenda película popular en torno al deporte y al dinero como Jerry Maguire, y quizá ambicionando la calidad y los entresijos de otro relato ajeno en la imagen a los campos y a la bola, a las carreras y a los puntos, y más centrado en los despachos, en las decisiones y, sobre todo, en la inteligencia para saber escrutar lo inescrutable, dónde reside el genio deportivo: Moneyball, una de las mejores obras de la historia del cine deportivo, portentosa altura que no alcanza Air.
Las ambiciones de una madre y de un hijo, que tantas veces vemos en familias de diamantes del deporte aún por pulir y que se escacharran por el camino, dominan la segunda parte de la película. También su confianza. Y el riesgo de todos. Es el carácter que forjó el llamado sueño americano, tan ligado a la era Reagan a la que pertenece el acontecimiento. Y también de su reverso tenebroso: la pesadilla que tantas veces acecha al individuo y al país, y que esta vez no llegó.
Al trabajo de Affleck, tan divertido como en Argo, quizá le falte un punto de profundidad para llegar a convertirse en la gran película que podría haber sido con un poco más de ambición y de estilo, pero el poder del director como excelente narrador, ya demostrado en Adiós, pequeña, adiós y The Town, provoca que no le falte nada para ser un documento interesantísimo alrededor de las historias del deporte, de las finanzas, del marketing y de la publicidad, y un divertimento para gozar, reír y rememorar.
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‘Air’: Ben Affleck retrata con emoción el sueño de Michael Jordan y de las zapatillas Nike
A la estrella de baloncesto casi no se la ve, porque los protagonistas son otros, ojeadores y ejecutivos de la empresa de calzado, y la película tiene un tono elegíaco muy especial más cercano a la comedia que al drama
elpais.com