oberbrunner.jayme
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Decir que la saga de The Legend of Zelda es una de las que mejor salud tiene dentro de los videojuegos es algo que va de suyo. Pero también es de justicia señalar que es una de las que mejores frutos ha dado en los últimos años y que sus juegos han sido los más influyentes de la última década: si Dark Souls monopolizó el imaginario colectivo de 2011 a 2021, podemos decir que Breath of the Wild y Tears of the Kingdom hacen (y harán) lo propio en el período 2017-2027. Y, bueno, eso sin contar que el Tears es quizá el mejor videojuego jamás creado; mecánicamente revolucionario, profundo a diferentes niveles y (y esto no es algo menor) accesible para un público masivo. The legend of Zelda no es solo una colección de grandes juegos, sino también un perfecto embajador de los videojuegos por el mundo y un catálogo de lo que el medio pude ofrecer en cuestiones de interactividad.
Y, sin embargo, la saga tiene una cara B. Paralelo a las obras mayores, generalmente asociadas a consolas de sobremesa (Ocarina of Time, Wind Waker, Skyward Sword, Breath of the Wild…), Nintendo siempre ha reservado un espacio para propuestas más contenidas en lo visual (y más baratas) y en las que el objetivo no era crear un acontecimiento mundial sino ampliar las fronteras del universo Zelda por otros márgenes. Generalmente, en dispositivos portátiles (Phantom Hourglass, Minish cap, Spirit Tracks, Links awakening...), y, generalmente, con una estética más cartoon que alejaba a esos juegos de toda gravedad narrativa y los acercaba a un público más infantil. Echoes of the Wisdom, a la venta desde el pasado día 26 de septiembre, es la sublimación de esa cara B de la saga. Bien por Nintendo, que ya el año pasado sublimó la Cara B de Mario con Wonder.
Habrá quien discuta la forma en la que Nintendo ha optado por encarar una cita ineludible (un juego en el que el jugador controle por fin a la princesa Zelda y no a Link) a través de esta cara B y no a través de una superprodución, pero se comprende: ya es bastante revolucionario que Nintendo (que no deja de ser una empresa japonesa) ceda el protagonismo de su saga estrella a una mujer, y en vista de los recientes descalabros de películas o juegos que puedan verse vistos como woke, y de que la industria pasa por un momento peliagudo, quizá no es el mejor momento para ponerse revolucionario.
En cualquier caso y honestamente, da exactamente igual. El hecho de que controlemos a Zelda puede ser visto como una pequeña conquista feminista, pero en un juego de aventuras y exploración con una trama simbólica no tiene el mismo peso que en una película o una novela. Lo que importa aquí es otra cosa, que es la misma que importa siempre: la sensación de maravilla, descubrimiento y plenitud lúdica que impregna a todos y cada uno de los videojuegos que merecen ser recordados por su calidad.
Y este lo merece: la nuevas mecánicas son revolucionarias en la saga, como la posibilidad de duplicar objetos (que hace que el juego se sienta como de construcción en algunas partes) y sobre todo enemigos (que lo convierte en una especia de tower defense) es excepcionalmente imaginativa, pero lo realmente alucinante es cómo abraza la filosofía de Breath... y Tears... a la hora de resolver todas y cada una de las situaciones que nos plantea, cómo convierte al jugador en un ser pensante y creativo, abierto a explorar a cambio de una recompensa. No es la revolución que el año pasado supuso Tears of the Kingdom, claro, pero ni falta que hace: es un juego muy consciente de lo que ofrece, de sus limitaciones y su ambición limitada, pero que comete la feliz osadía de aplicar la misma lógica intuitiva y libérrima que revolucionó la escena interactiva con sus dos hermanos mayores. Es un formato compacto y mono, pero de ninguna manera barato; es sencillo, pero no simple; es al videojuego lo que la línea clara al cómic: un esqueleto bello y sin adornos, pero mecánicamente profundísimo.
Sí, controlamos a Zelda. Ya podemos decir que hemos jugado como la princesa que lleva 38 años dando nombre a la saga. Pero tampoco es la noticia del siglo en una saga famosa por hacer mudos a sus protagonistas. Al fin y al cabo, la clave de todo esto es la misma que ha sido siempre: eres tú el que tiene el mando en las manos. Eres tú el que explora un mundo que ha sido esculpido para tu disfrute. Y vaya si se disfruta este Echoes of Wisdom.
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Y, sin embargo, la saga tiene una cara B. Paralelo a las obras mayores, generalmente asociadas a consolas de sobremesa (Ocarina of Time, Wind Waker, Skyward Sword, Breath of the Wild…), Nintendo siempre ha reservado un espacio para propuestas más contenidas en lo visual (y más baratas) y en las que el objetivo no era crear un acontecimiento mundial sino ampliar las fronteras del universo Zelda por otros márgenes. Generalmente, en dispositivos portátiles (Phantom Hourglass, Minish cap, Spirit Tracks, Links awakening...), y, generalmente, con una estética más cartoon que alejaba a esos juegos de toda gravedad narrativa y los acercaba a un público más infantil. Echoes of the Wisdom, a la venta desde el pasado día 26 de septiembre, es la sublimación de esa cara B de la saga. Bien por Nintendo, que ya el año pasado sublimó la Cara B de Mario con Wonder.
Habrá quien discuta la forma en la que Nintendo ha optado por encarar una cita ineludible (un juego en el que el jugador controle por fin a la princesa Zelda y no a Link) a través de esta cara B y no a través de una superprodución, pero se comprende: ya es bastante revolucionario que Nintendo (que no deja de ser una empresa japonesa) ceda el protagonismo de su saga estrella a una mujer, y en vista de los recientes descalabros de películas o juegos que puedan verse vistos como woke, y de que la industria pasa por un momento peliagudo, quizá no es el mejor momento para ponerse revolucionario.
En cualquier caso y honestamente, da exactamente igual. El hecho de que controlemos a Zelda puede ser visto como una pequeña conquista feminista, pero en un juego de aventuras y exploración con una trama simbólica no tiene el mismo peso que en una película o una novela. Lo que importa aquí es otra cosa, que es la misma que importa siempre: la sensación de maravilla, descubrimiento y plenitud lúdica que impregna a todos y cada uno de los videojuegos que merecen ser recordados por su calidad.
Y este lo merece: la nuevas mecánicas son revolucionarias en la saga, como la posibilidad de duplicar objetos (que hace que el juego se sienta como de construcción en algunas partes) y sobre todo enemigos (que lo convierte en una especia de tower defense) es excepcionalmente imaginativa, pero lo realmente alucinante es cómo abraza la filosofía de Breath... y Tears... a la hora de resolver todas y cada una de las situaciones que nos plantea, cómo convierte al jugador en un ser pensante y creativo, abierto a explorar a cambio de una recompensa. No es la revolución que el año pasado supuso Tears of the Kingdom, claro, pero ni falta que hace: es un juego muy consciente de lo que ofrece, de sus limitaciones y su ambición limitada, pero que comete la feliz osadía de aplicar la misma lógica intuitiva y libérrima que revolucionó la escena interactiva con sus dos hermanos mayores. Es un formato compacto y mono, pero de ninguna manera barato; es sencillo, pero no simple; es al videojuego lo que la línea clara al cómic: un esqueleto bello y sin adornos, pero mecánicamente profundísimo.
Sí, controlamos a Zelda. Ya podemos decir que hemos jugado como la princesa que lleva 38 años dando nombre a la saga. Pero tampoco es la noticia del siglo en una saga famosa por hacer mudos a sus protagonistas. Al fin y al cabo, la clave de todo esto es la misma que ha sido siempre: eres tú el que tiene el mando en las manos. Eres tú el que explora un mundo que ha sido esculpido para tu disfrute. Y vaya si se disfruta este Echoes of Wisdom.
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