‘42 segundos’: oportunidad perdida para retratar el tormento y el éxtasis del waterpolo español del 92

Fredy_Schiller

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Pocos equipos que acabaron sobresaliendo en la historia del deporte han tenido en su tejido humano un material dramático real tan complejo y con tantas posibilidades cinematográficas como la selección española masculina de waterpolo de los años noventa, y principalmente durante los Juegos Olímpicos de Barcelona 92. Manel Estiarte, su capitán y mejor jugador, arrastraba el fantasma de una tragedia familiar de proporciones mayúsculas, que no desvelaremos aquí, pese a que se ha publicado y documentado, en pos del interés emocional de los espectadores. Pedro García Aguado, posterior estrella de la televisión tras su rehabilitación, era alcohólico y cocainómano pese a estar entre los mejores jugadores de aquella selección. Y Jesús Rollán, su joven portero, se transformaba en todopoderoso en el agua, aunque fuera de ella nunca pudiera dejar de ser ese hombre que juega y triunfa como un niño, no sabe manejarse en la cúspide y aún menos a la hora del retiro, y acabara suicidándose en un centro de tratamiento para las adicciones.

Quizá por todo ello una película como 42 segundos, retrato del camino de vino y rosas de aquella selección durante los juegos del 92, que ganó medallas en campeonatos del mundo y sucesivas citas olímpicas, sabe un tanto a oportunidad perdida. No es una mala película, ni mucho menos. Es digna, correcta. Pero quizá también obvia dentro de los parámetros del cine deportivo: da lo que se espera de ella, pero muy poco más, quedando más cerca de los comerciales biopics deportivos producidos por Disney en, precisamente, los años noventa (aunque los hubo notables, como El milagro), que de los grandes dramas del cine que, partiendo del deporte, lo terminan trascendiendo, caso de Foxcatcher y La soledad del corredor de fondo, por citar dos títulos radicalmente opuestos en cuando a estilos y épocas.

Los extremos del alma humana, los más oscuros y los más luminosos, los de la frustración y los de la gloria, tanto en la vida privada como en la deportiva, se tocaban en aquel equipo de waterpolo. También ciertos matices sociales y culturales, con el choque inicial entre la gente de barrio, petulante y casi sinvergüenza del grupo de jugadores de Madrid, y la frialdad, elegancia y cierta indolencia de los catalanes. La película, codirigida por el debutante Àlex Murrull y el muy prolífico Dani de la Orden (que hoy mismo estrena otro largo, El test), apuesta por el retrato vistoso, comercial y poco sutil, y un reparto encabezado por dos actores tan populares como Jaime Lorente y Álvaro Cervantes: el primero, en la piel de García, mejor en la rabia, el enfado y el empuje que en la chulería algo tópica; y Cervantes como la figura Estiarte, tan cerebrales ambos. Aparte de ellos, no hay más personajes, y eso es un lastre. Ni siquiera Rollán, al que ni se intenta trazar. Si acaso, la figura algo esquemática aunque muy efectiva del entrenador de aquel equipo, el croata Dragan Matutinovich, interpretado por el bosnio Tarik Filipovic, el ogro de disciplina militar que los encauzó; y el clarísimo émulo físico y gestual del Jonah Hill de Moneyball que representa el ayudante de Matutinovich.

Los traumas de sus dos protagonistas centran el arco dramático, mientras el deportivo, es decir, los partidos, correctamente filmados, se centran en la parte final del relato. 42 segundos, el tiempo que a veces separa la conquista y la decepción, tiene esporádicos buenos detalles de guion (el pasillo final y creerse de verdad los mejores), entresacados de llamativas declaraciones de aquel equipo en excelentes documentos televisivos como el Informe Robinson dedicado a Estiarte. A veces es un poco burda, particularmente en el enfrentamiento inicial entre Barcelona y Madrid. Y siempre resulta interesante y entretenida. Sin embargo, la sensación de disparo al poste en la última jugada es constante; de oportunidad marrada teniéndolo todo para haberse convertido en una gran película deportiva.

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